Domingo 2 de junio: Los Conflictos
Si Cristo es en nosotros “la esperanza de gloria”, no nos sentiremos inclinados a observar a los demás para revelar sus errores. En vez de procurar acusarlos y condenarlos, nuestro objeto será ayudarlos, beneficiarlos y salvarlos. Al tratar con los que están en error, observaremos el mandato: “Considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado”.7 Nos acordaremos de las muchas veces que erramos y de cuán difícil era hallar el camino recto después de haberlo abandonado. No empujaremos a nuestro hermano a una oscuridad más densa, sino que con el corazón lleno de compasión le mostraremos el peligro.
El que mire a menudo la cruz del Calvario, acordándose de que sus pecados llevaron al Salvador allí, no tratará de determinar el grado de su culpabilidad en comparación con el de los demás. No se constituirá en juez para acusar a otros. No puede haber espíritu de crítica ni de exaltación en los que andan a la sombra de la cruz del Calvario.
Mientras no nos sintamos en condiciones de sacrificar nuestro orgullo, y aun de dar la vida para salvar a un hermano desviado, no habremos echado la viga de nuestro propio ojo ni estaremos preparados para ayudar a nuestro hermano. Pero cuando lo hayamos hecho, podremos acercarnos a él y conmover su corazón. La censura y el oprobio no rescataron jamás a nadie de una posición errónea; pero ahuyentaron de Cristo a muchos y los indujeron a cerrar sus corazones para no dejarse convencer. Un espíritu bondadoso y un trato benigno y persuasivo pueden salvar a los perdidos y cubrir multitud de pecados. La revelación de Cristo en nuestro propio carácter tendrá un poder transformador sobre aquellos con quienes nos relacionemos. Permitamos que Cristo se manifieste diariamente en nosotros, y él revelará por medio de nosotros la energía creadora de su palabra, una influencia amable, persuasiva y a la vez poderosa para restaurar en otras almas la perfección del Señor nuestro Dios. (El discurso maestro de Jesucristo, pp. 99-100)
El juzgar a nuestros hermanos, el permitirnos abrigar sentimientos contra ellos, aun cuando pensemos que no nos han hecho un bien, no traerá bendición a nuestros corazones y no ayudará en ningún caso. No me atrevo a permitir que mis sentimientos se alimenten con todas mis aflicciones y que las repitan una vez y otra, y que se espacien en la atmósfera de la desconfianza, la enemistad y la disensión.
Hay luz en seguir a Jesús, en hablar de Jesús, en amar a Jesús, y yo no permitiré que mi mente hable o piense mal de mis hermanos. “De cierto os digo—dijo Cristo—que en cuanto lo hicisteis a uno de éstos mis hermanos pequeñitos, a mí lo hicisteis”. Mateo 25:40. No quiero sentir falta de bondad u hosquedad hacia nadie. No quiero ser una acusadora de mis hermanos. Satanás procurará conducir mi mente hacia eso, pero no puedo hacerlo. Quiero tener [242] el Espíritu perdonador de Jesús.—Carta 74, 1888. (Nuestra elevada vocación, p. 248)
Con su propia fuerza el hombre no puede enseñorearse de su espíritu. Pero mediante Cristo puede obtener el dominio propio. Por su fortaleza puede poner sus pensamientos y palabras en sujeción a la voluntad de Dios. La religión de Cristo pone las emociones bajo el control de la razón y disciplina la lengua. Bajo su influencia el genio rápido es subyugado, y el corazón se llena con paciencia y amabilidad.
Aférrense firmemente a Uno que tiene toda potestad en el cielo y en la tierra. Aunque ustedes fallan a menudo en revelar paciencia y calma, no abandonen la lucha. Resuelvan nuevamente, esta vez con más firmeza, ser pacientes bajo toda provocación. Y nunca aparten los ojos de su divino Ejemplo. (Reflejemos a Jesús, p. 295)
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