Domingo 19 de mayo: Padres sin hijos
El amor de Elcana por Ana era profundo y duradero; sin embargo una sombra manchaba su dicha matrimonial. Ninguna voz infantil alegraba su hogar. Con el paso del tiempo, el deseo de perpetuar su nombre llevó al esposo, como había hecho con muchos otros, a adoptar un curso que Dios no sancionaba; introdujo en la familia una segunda esposa para ser subordinada a la primera. Esta acción fue motivada por la falta de fe en Dios, y fue atendida por resultados malvados. Se destruyó la paz de la familia hasta ahora unida y armoniosa. Sobre Ana el golpe cayó como un peso aplastante. Parecía que toda la dicha se había borrado de su vida por siempre. Ella soportó sus pruebas sin quejarse, sin embargo su dolor no era menos agudo y amargo...
Con el paso de los años, nacieron hijos e hijas en el hoagr. (Penina) se hizo orgullosa y jactanciosa, y trataba a (Ana) con desprecio e insolencia...
El proceder de (Penina) le parecía a Ana una prueba casi imposible de soportar. Satanás la usaba como un instrumento para acosar, y si hubiera sido posible exasperar y destruir una fe de las fieles hijas de Dios. Al fin, a medida que las burlas de su enemiga eran repetidas en una una de las fiestas anuales, cedieron el valor y la paciencia de Ana. Sin poder esconder sus sentimientos por más tiempo, lloró sin moderación. Las expresiones de gozo de todos los que la rodeaban parecían una burla. No pudo participar de la fiesta (The Signs of the Times, October 27, 1881).
Ana no reprochó a su esposo por el error de su segundo matrimonio. Llevó la pena que no podía compartir con un amigo terrenal a su Padre celestial, y buscó consuelo únicamente en Aquel que había dicho “llama, y yo responderé”. Hay un poder extraordinario en la oración. Nuestro gran adversario constantemente busca apartar al alma atribulada de Dios. Una apelación al cielo de parte del santo más humilde le causa más pavor a Satanás que los decretos de los gobiernos o los mandatos de los reyes.
Ana había estado en comunión con Dios. Creía que su oración había sido escuchada, y la paz de Cristo llenaba su corazón. Poseía una naturaleza gentil y sensible, pero no se rindió a la pena ni a la indignación ante la injusta acusación de hallarse ebria en la casa de Dios. Con la reverencia debida al ungido del Señor, calmadamente repelió la acusación y declaró la causa de su emoción. “No, señor mío; yo soy una mujer atribulada de espíritu; no he bebido vino ni sidra, sino que he derramado mi alma delante de Jehová. No tengas a tu sierva por una mujer impía; porque por la magnitud de mis congojas y de mi aflicción he hablado hasta ahora”. Convencido de que su regaño había sido injusto, Elí respondió: “Ve en paz, y el Dios de Israel te otorgue la petición que le has hecho”. (La oración, p. 134)
Zacarías sabía muy bien que Abrahán en su vejez había recibido un hijo porque había tenido por fiel a Aquel que había prometido. Pero por un momento, el anciano sacerdote recuerda la debilidad humana. Se olvida de que Dios puede cumplir lo que promete. ¡Qué contraste entre esta incredulidad y la dulce fe infantil de María, la virgen de Nazaret, cuya respuesta al asombroso anunció del ángel fué: “He aquí la sierva del Señor; hágase a mí conforme a tu palabra”!
El nacimiento del hijo de Zacarías, como el del hijo de Abrahán y el de María, había de enseñar una gran verdad espiritual, una verdad que somos tardos en aprender y propensos a olvidar. Por nosotros mismos somos incapaces de hacer bien; pero lo que nosotros no podemos hacer será hecho por el poder de Dios en toda alma Sumisa y creyente. Fué mediante la fe como fué dado el hijo de la promesa. Es por la fe como se engendra la vida espiritual, y somos capacitados para hacer las obras de justicia.
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