El Uso de Remedios
La enfermedad no sobreviene nunca sin causa. Descuidando las leyes de la salud
se le prepara el camino y se la invita a venir. Muchos sufren las consecuencias
de las transgresiones de sus padres. Si bien no son responsables de lo que
hicieron éstos, es, sin embargo, su deber averiguar lo que son o no son las
violaciones de las leyes de la salud. Deberían evitar los hábitos malos de sus
padres, y por medio de una vida correcta ponerse en mejores condiciones.
Los más, sin embargo, sufren las consecuencias de su mal comportamiento. En su
modo de comer, beber, vestir y trabajar, no hacen caso de los principios que
rigen la salud. Su transgresión de las leyes de la naturaleza produce
resultados infalibles, y cuando la enfermedad les sobreviene, muchos no la
achacan a la verdadera causa, sino que murmuran contra Dios. Pero Dios no es
responsable de los padecimientos consiguientes al desprecio de la ley natural.
Dios nos ha dotado de cierto caudal de fuerza vital. Nos ha formado también con
órganos adecuados para el cumplimiento de las diferentes funciones de la vida,
y tiene dispuesto que estos órganos funcionen armónicamente. Si conservamos con
cuidado la fuerza vital, y mantenemos en buen orden el delicado mecanismo del
cuerpo, el resultado será la salud; pero si la fuerza vital se agota demasiado
pronto, el sistema nervioso extrae de sus reservas la fuerza que necesita, y
cuando un órgano sufre perjuicio, todos los demás quedan afectados. La
naturaleza soporta gran número de abusos sin protesta aparente; pero después
reacciona y procura eliminar los efectos del mal trato que ha sufrido. El
esfuerzo que hace para corregir estas condiciones produce a menudo fiebre y
varias otras formas de enfermedad.
Los remedios racionales
Cuando el abuso de la salud se lleva a tal extremo que remata en enfermedad, el
paciente puede muchas veces hacer por sí mismo lo que nadie puede hacer por él.
Lo primero es determinar el verdadero carácter de la enfermedad, y después
proceder con inteligencia a suprimir la causa. Si el armónico funcionamiento
del organismo se ha perturbado por exceso de trabajo, de alimento, o por otras
irregularidades, no hay que pensar en remediar el desarreglo con la añadidura
de una carga de drogas venenosas.
La intemperancia en el comer es a menudo causa de la enfermedad, y lo que más
necesita la naturaleza es ser aliviada de la carga inoportuna que se le impuso.
En muchos casos de enfermedad, el mejor remedio para el paciente es un corto
ayuno, que omita una o dos comidas, para que descansen los órganos rendidos por
el trabajo de la digestión. Muchas veces el seguir durante algunos días una
dieta de frutas ha proporcionado gran alivio a personas que trabajaban
intelectualmente; y un corto período de completa abstinencia, seguido de un
régimen alimenticio sencillo y moderado, ha restablecido al enfermo por el solo
esfuerzo de la naturaleza. Un régimen de abstinencia por uno o dos meses
convencerá a muchos pacientes de que la sobriedad favorece la salud.
El descanso como remedio
Algunos enferman por exceso de trabajo. Para los tales, el descanso, la
tranquilidad, y una dieta sobria son esenciales para la restauración de la
salud. Los de cerebro cansado y de nervios deprimidos a consecuencia de un
trabajo sedentario continuo, se verán muy beneficiados por una temporada en el
campo, donde lleven una vida sencilla y libre de cuidados, cerca de la
naturaleza. El vagar por los campos y bosques juntando flores y oyendo los
cantos de las aves, resultará más eficaz para su restablecimiento que cualquier
otra cosa.
Estando sanos o enfermos, el agua pura es para nosotros una de las más
exquisitas bendiciones del cielo. Su empleo conveniente favorece la salud. Es
la bebida que Dios proveyó para apagar la sed de los animales y del hombre.
Ingerida en cantidades suficientes, el agua suple las necesidades del
organismo, y ayuda a la naturaleza a resistir a la enfermedad. Aplicada
externamente, es uno de los medios más sencillos y eficaces para regularizar la
circulación de la sangre. Un baño frío o siquiera fresco es excelente tónico.
Los baños calientes abren los poros, y ayudan a eliminar las impurezas. Los
baños calientes y templados calman los nervios y regulan la circulación.
Pero son muchos los que no han experimentado nunca los benéficos efectos del
uso adecuado del agua, y le tienen miedo. Los tratamientos por el agua no son
tan apreciados como debieran serlo, y su acertada aplicación requiere cierto trabajo
que muchos no están dispuestos a hacer. Sin embargo, nadie debería disculpar su
ignorancia o su indiferencia en este asunto. Hay muchos modos de aplicar el
agua para aliviar el dolor y acortar la enfermedad. Todos debieran hacerse
entendidos en esa aplicación para dar sencillos tratamientos caseros. Las
madres, principalmente, deberían saber cuidar a sus familias en tiempos de
salud y en tiempos de enfermedad.
La acción constituye una ley de nuestro ser. Cada órgano del cuerpo tiene su
función señalada, de cuyo desempeño depende el desarrollo y la fuerza de aquél.
El funcionamiento normal de todos los órganos da fuerza y vigor, mientras que
la tendencia a la inacción conduce al decaimiento y a la muerte. Inmovilícese
un brazo, siquiera por algunas semanas, suélteselo después y se verá cuanto más
débil resulta que el otro que siguió trabajando con moderación durante el mismo
tiempo. Igual efecto produce la inacción en todo el sistema muscular.
La inacción es causa fecunda de enfermedades. El ejercicio aviva y regula la
circulación de la sangre; pero en la ociosidad la sangre no circula con
libertad, ni se efectúa su renovación, tan necesaria para la vida y la salud.
La piel también se vuelve inactiva. Las impurezas no son eliminadas como
podrían serlo si un ejercicio activo estimulara la circulación, mantuviera la
piel en condición de salud, y llenara los pulmones con aire puro y fresco. Tal
estado del organismo impone una doble carga a los órganos excretorios y acaba
en enfermedad.
No se debe alentar a los inválidos a que permanezcan inactivos. Cuando ha
habido mucho exceso de alguna actividad, el descanso completo por algún tiempo
prevendrá a veces una grave enfermedad; pero al tratarse de inválidos crónicos,
raras veces se impone la suspensión de toda actividad.
Los que han quedado quebrantados por el trabajo mental deberían desechar todo
pensamiento fatigoso; pero no se les debe inducir a creer que todo empleo de
las facultades intelectuales sea peligroso. Muchos se inclinan a considerar su
estado peor de lo que es. Esta idea dificulta el restablecimiento y no debería
favorecerse.
Hay pastores, maestros, estudiantes y otros que hacen trabajo mental, que
enferman a consecuencia del intenso esfuerzo intelectual, sin ejercicio físico
compensativo. Estas personas necesitan una vida más activa. Los hábitos
estrictamente templados, combinados con ejercicio adecuado, darían vigor mental
y físico a todos los intelectuales y los harían más resistentes.
A los que han sobrecargado sus fuerzas físicas no se les debe aconsejar que
desistan por completo del trabajo manual. Para que éste sea lo más provechoso
posible, debe ser ordenado y agradable. El ejercicio al aire libre es el mejor;
pero debe hacerse gustosamente y de modo que fortalezca los órganos débiles,
sin que nunca degenere en penosa faena.
Cuando los inválidos no tienen nada en que invertir su tiempo y atención,
concentran sus pensamientos en sí mismos y se vuelven morbosos e irritables.
Muchas veces se espacian en lo mal que se sienten, hasta figurarse que están
mucho peor de lo que están y creer que no pueden hacer absolutamente nada.
En todos estos casos un ejercicio físico bien dirigido resultaría un remedio
eficaz. En algunos casos es indispensable para la recuperación de la salud. La
voluntad acompaña al trabajo manual; y lo que necesitan esos inválidos es que
se les despierte la voluntad. Cuando la voluntad duerme, la imaginación se
vuelve anormal y se hace imposible resistir a la enfermedad.
La inacción es la mayor desdicha que pueda caer sobre la mayoría de los
inválidos. Una leve ocupación en trabajo provechoso, que no recargue la mente
ni el cuerpo, influye favorablemente en ambos. Fortalece los músculos, mejora
la circulación, y le da al inválido la satisfacción de saber que no es del todo
inútil en este mundo tan atareado. Poca cosa podrá hacer al principio; pero
pronto sentirá crecer sus fuerzas, y aumentará la cantidad de trabajo que
produzca.
El ejercicio es provechoso al dispéptico, pues vigoriza los órganos de la
digestión. El entregarse a un estudio concentrado o a un ejercicio físico
violento inmediatamente después de comer entorpece el trabajo de la digestión;
pero un corto paseo después de la comida, andando con la cabeza erguida y los
hombros echados para atrás, es muy provechoso.
No obstante todo cuanto se ha dicho y escrito respecto a la importancia del
ejercicio físico, son todavía muchos los que lo descuidan. Unos engordan porque
su organismo está recargado; otros adelgazan y se debilitan porque sus fuerzas
vitales se agotan en la tarea de eliminar los excesos de comida. El hígado
queda recargado de trabajo en su esfuerzo por limpiar la sangre de impurezas,
lo cual da por resultado la enfermedad.
Los de hábitos sedentarios deberían, siempre que el tiempo lo permitiera, hacer
ejercicio cada día al aire libre, tanto en verano como en invierno. La marcha a
pie es preferible a montar a caballo o pasear en coche, pues pone en ejercicio
mayor número de músculos. Los pulmones entran así en acción saludable, puesto
que es imposible andar aprisa sin llenarlos de aire.
En muchos casos este ejercicio es más eficaz para la salud que los
medicamentos. Los médicos recetan muchas veces un viaje por mar, o alguna
excursión a fuentes minerales, o un cambio de clima, cuando en los más de los
casos si los pacientes comieran con moderación, y con buen ánimo hicieran
ejercicio sano, recuperarían la salud y ahorrarían tiempo y dinero.
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