EL MINISTERIO DEL HOGAR
LA RESTAURACION y el levantamiento de la humanidad empiezan en el hogar. La
obra de los padres es cimiento de toda otra obra. La sociedad se compone de
familias, y será lo que la hagan las cabezas de familia. Del corazón "mana
la vida" "(Proverbios 4:23), y el hogar es el corazón de la sociedad,
de la iglesia y de la nación. El bienestar de la sociedad, el buen éxito de la
iglesia y la prosperidad de la nación dependen de la influencia del hogar.
La importancia y las oportunidades de la vida del hogar resaltan en la vida de
Jesús. El que vino del cielo para ser nuestro ejemplo y maestro pasó treinta
años formando parte de una familia en Nazaret. Poco dice la Biblia acerca de
esos treinta años. Durante ellos no hubo milagros notables que llamaran la
atención del pueblo. No hubo muchedumbres que siguieran con ansia los pasos del
Señor o que prestaran oídos a sus palabras. Y no obstante, durante todos esos
años el Señor desempeñaba su misión divina. Vivía como uno de nosotros,
compartiendo la vida del hogar a cuya disciplina se sometía, cumpliendo los
deberes domésticos y cargando con su parte de responsabilidad. Al amparo del
humilde hogar, participando de las experiencias de nuestra suerte común,
"Jesús crecía en sabiduría, y en edad, y en gracia para con Dios y los
hombres." "(S. Lucas 2:52.)
Durante todos esos años de retiro, la vida del Señor fluyó en raudales de
simpatía y servicio. Su desprendimiento y su paciencia, su valor y su
fidelidad, su resistencia a la tentación, su paz inagotable y su dulce gozo
eran una inspiración continua. Traía consigo al hogar un ambiente puro y dulce,
y su vida fue como levadura activa entre los elementos de la sociedad. Nadie
decía que había hecho un milagro; y sin embargo emanaba de él virtud: el poder
restaurador y vivificante del amor que fluía hacia los tentados, los enfermos y
los desalentados. Desde tierna edad, servía directamente a los demás, de modo
que cuando inició su ministerio público, muchos le oyeron gozosos.
Los primeros años de la vida del Salvador son más que un ejemplo para la
juventud. Son una lección, y deberían alentar a todos los padres. Los deberes
para con la familia y para con los vecinos constituyen el primer campo de
acción de los que quieran empeñarse en la elevación moral de sus semejantes. No
hay campo de acción más importante que el señalado a los fundadores y
protectores del hogar. Ninguna obra encomendada a seres humanos entraña
consecuencias tan trascendentales como la de los padres y madres.
Los jóvenes y niños de la actualidad determinan el porvenir de la sociedad, y
lo que estos jóvenes y estos niños serán depende del hogar. A la falta de buena
educación doméstica se puede achacar la mayor parte de las enfermedades, así
como de la miseria y criminalidad que son la maldición de la humanidad. Si la
vida doméstica fuera pura y verdadera, si los hijos que salen del hogar
estuvieran debidamente preparados para hacer frente a las responsabilidades de
la vida y a sus peligros, ¡qué cambio experimentaría el mundo!
Se realizan muchos esfuerzos y se dedica tiempo, dinero y trabajo casi sin
límites a empresas e instituciones destinadas a rehabilitar las víctimas de los
malos hábitos. Y aun así todos estos esfuerzos resultan insuficientes para
hacer frente a la gran necesidad. ¡Cuán mínimos son los resultados! ¡Cuán pocos
se regeneran permanentemente!
Son muchísimos los que aspiran a una vida mejor, pero carecen de valor y
resolución para librarse del poder de los malos hábitos. Retroceden ante el
caudal de esfuerzos, luchas y sacrificios exigido, y su vida zozobra y se
malogra. Así aun los más brillantes, los de más altas aspiraciones y más nobles
facultades, los que están capacitados por la naturaleza y la educación para
desempeñar puestos de confianza y de responsabilidad, se degradan y se pierden
para esta vida y para la venidera.
Para los que se enmiendan, ¡cuán ruda es la lucha para recuperar la dignidad
perdida! Y durante toda su vida, con la constitución quebrantada, la voluntad
vacilante, la inteligencia embotada y el alma debilitada, muchos recogen el
fruto del mal que sembraron. ¡Cuánto más se podría llevar a cabo si se
arrostrara el mal desde un principio!
Esta obra depende en mucho de los padres. En los esfuerzos que se hacen para
detener los avances de la intemperancia y de otros males que carcomen como
cáncer el cuerpo social, si se diera más atención a la tarea de enseñar a los
padres cómo formar los hábitos y el carácter de sus hijos, resultaría cien
veces mayor el bien obtenido. El hábito, que es una fuerza tan terrible para el
mal, puede ser convertido por los padres en una fuerza para el bien. Tienen que
vigilar el río desde sus fuentes, y a ellos les incumbe darle buen curso.
A los padres les es posible echar para sus hijos los cimientos de una vida sana
y feliz. Pueden darles en el hogar la fuerza moral necesaria para resistir a la
tentación, así como valor y fuerza para resolver con éxito los problemas de la
vida. Pueden inspirarles el propósito, y desarrollar en ellos la facultad de
hacer de sus vidas una honra para Dios y una bendición para el mundo. Pueden
enderezar los senderos para que caminen en días de sol como en días de sombra
hacia las gloriosas alturas celestiales.
La misión del hogar se extiende más allá del círculo de sus miembros. El hogar
cristiano ha de ser una lección objetiva, que ponga de relieve la excelencia de
los verdaderos principios de la vida. Semejante ejemplo será una fuerza para el
bien en el mundo. Mucho más poderosa que cualquier sermón que se pueda predicar
es la influencia de un hogar verdadero en el corazón y la vida de los hombres.
Al salir de semejante hogar paterno los jóvenes enseñarán las lecciones que en
él hayan aprendido. De este modo penetrarán en otros hogares principios más
nobles de vida, y una influencia regeneradora obrará en la sociedad.
Hay otros muchos para quienes podemos hacer de nuestro hogar una bendición.
Nuestras relaciones sociales no deberían ser dirigidas por los dictados de las
costumbres del mundo, sino por el Espíritu de Cristo y por la enseñanza de su
Palabra. En todas sus fiestas los israelitas admitían al pobre, al extranjero y
al levita, el cual era a la vez asistente del sacerdote en el santuario y
maestro de religión y misionero. A todos se les consideraba como huéspedes del
pueblo, para compartir la hospitalidad en todas las festividades sociales y
religiosas y ser atendidos con cariño en casos de enfermedad o penuria. A
personas como ésas debemos dar buena acogida en nuestras casas. ¡Cuánto podría
hacer semejante acogida para alegrar y alentar al enfermero misionero o al
maestro, a la madre cargada de cuidados y de duro trabajo, o a las personas
débiles y ancianas que viven tan a menudo sin familia, luchando con la pobreza
y el desaliento!
"Cuando haces comida o cena "-dice Cristo,- "no llames a tus
amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a vecinos ricos; porque
también ellos no te vuelvan a convidar, y te sea hecha compensación. Mas cuando
haces banquete, llama a los pobres, los mancos, los cojos, los ciegos; y serás
bienaventurado; porque no te pueden retribuir; mas te será recompensado en la
resurrección de los justos." (S. Lucas 14:12-14.)
Estos son huéspedes que no os costará mucho recibir. No necesitaréis ofrecerles
trato costoso y de mucha preparación. Necesitaréis más bien evitar la
ostentación. El calor de la bienvenida, un asiento al amor de la lumbre, y uno
también a vuestra mesa, el privilegio de compartir la bendición del culto de
familia, serían para muchos como vislumbres del cielo.
Nuestras simpatías deben rebosar más allá de nosotros mismos y del círculo de
nuestra familia. Hay preciosas oportunidades para los que quieran hacer de su
hogar una bendición para otros. La influencia social es una fuerza maravillosa.
Si queremos, podemos valernos de ella para ayudar a los que nos rodean.
Nuestros hogares deberían ser refugios para los jóvenes que sufren tentación.
Muchos hay que se encuentran en la encrucijada de los caminos. Toda influencia
e impresión determinan la elección del rumbo de su destino en esta vida y en la
venidera. El mal, con sus lugares de reunión, brillantes y seductores, los
invita. A todos los que acuden se les da la bienvenida. En torno nuestro hay
jóvenes sin familia, y otros cuyos hogares no tienen poder para protegerlos, ni
elevarlos, y se ven arrastrados al mal. Se encaminan hacia la ruina en la
sombra misma de nuestras puertas.
Oportunidades de la vida
Estos jóvenes necesitan que se les tienda la mano con simpatía. Las palabras
bondadosas dichas con sencillez, las pequeñas atenciones para con ellos,
barrerán las nubes de la tentación que se amontonan sobre sus almas. La
verdadera expresión de la simpatía proveniente del cielo puede abrir la puerta
del corazón que necesita la fragancia de palabras cristianas, y del delicado
toque del espíritu del amor de Cristo. Si nos interesáramos por los jóvenes,
invitándolos a nuestras casas y rodeándolos de influencias alentadoras y
provechosas, serían muchos los que de buena gana dirigirían sus pasos por el
camino ascendente.
El tiempo de que disponemos es corto. Sólo una vez podemos pasar por este
mundo;
saquemos, pues, al hacerlo, el mejor provecho de nuestra vida. La tarea a la
cual se nos llama no requiere riquezas, posición social ni gran capacidad. Lo
que sí requiere es un espíritu bondadoso y abnegado y firmeza de propósito. Una
luz, por pequeña que sea, si arde siempre, puede servir para encender otras
muchas. Nuestra esfera de influencia, nuestras capacidades, oportunidades y
adquisiciones podrán parecer limitadas; y sin embargo tenemos posibilidades
maravillosas si aprovechamos fielmente las oportunidades que nos brindan
nuestros hogares. Si tan sólo queremos abrir nuestros corazones y nuestras
casas a los divinos principios de la vida, llegaremos a ser canales por los que
fluyan corrientes de fuerza vivificante. De nuestros hogares saldrán ríos de
sanidad, que llevarán vida, belleza y feracidad donde hoy por hoy todo es
aridez y desolación.
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