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CAPÍTULO 48: LA CULPA - Mente, carácter y personalidad T2


 48 LA CULPA

Las penas, la ansiedad, el descontento, el remordimiento, el sentimiento de culpabilidad y la desconfianza menoscaban las fuerzas vitales, y llevan al decaimiento y a la muerte.­ MC 185 (1905).

Este sentimiento de culpa debe ser depositado a los pies de la cruz del Calvario. La sensación de pecaminosidad ha emponzoñado las fuentes de la vida y de la verdadera felicidad. Pero ahora Jesús le dice: Deposítalo todo en mí; yo tomaré tus pecados, te daré paz. No sigas destruyendo tu respeto propio, porque yo te he comprado por el precio de mi propia sangre. Eres mío; fortaleceré tu voluntad debilitada; eliminaré el remordimiento que te causa el pecado.

Por lo tanto, vuelva su corazón, tembloroso por causa de la incertidumbre, y aférrese de la esperanza que se le extiende. Dios acepta su corazón quebrantado y contrito. Le ofrece ampliamente el perdón. Le ofrece adoptarlo en el seno de su familia, y le ofrece su gracia que lo ayudará en sus debilidades; y el amado Jesús lo conducirá paso a paso si Ud. está dispuesto a poner su mano en la suya y dejar que lo guíe.­ Carta 38, 1887.

Satanás trata de apartar nuestra mente del poderoso Ayudador para inducirnos a pensar en la degeneración de nuestra alma. Pero aunque Jesús ve la culpa del pasado, pronuncia palabras de perdón, y no debemos deshonrarlo dudando de su amor.­TM 518 (1914).

El amor que Cristo infunde en todo nuestro ser es un poder vivificante. Da salud a cada una de las partes vitales: el cerebro, el corazón y los nervios. Por su medio las energías más potentes de nuestro ser despiertan y entran en actividad. Libera al alma de culpa y tristeza, de la ansiedad y congoja que agotan las fuerzas de la vida. Con él vienen la serenidad y la calma. Implanta en el alma un gozo que nada en la tierra puede destruir: el gozo que hay en el Espíritu Santo, un gozo que da salud y vida.­ MC 78 (1905).

Si Ud. cree que es el mayor de los pecadores, lo que necesita es Cristo; el mayor de los salvadores. Levante la cabeza y contemple fuera de sí mismo, más allá de su pecado, al Salvador levantado; más allá de la venenosa mordedura de la serpiente, al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.­ Carta 98, 1893.

El llevó el peso de nuestra culpa. También quitará la carga de nuestros hombros cansados. Nos dará descanso. Llevará por nosotros la carga de nuestros cuidados y penas. Nos invita a echar sobre él todos nuestros afanes; pues nos lleva en su corazón.­ MC 47 (1905).

No todos los pecados son de igual magnitud delante de Dios; hay diferencia de pecados a su juicio, como la hay a juicio de los hombres; sin embargo, aunque este o aquel acto malo puedan parecer frívolos a los ojos de los hombres, ningún pecado es pequeño a la vista de Dios. El juicio de los hombres es parcial e imperfecto; mas Dios ve todas las cosas como realmente son. El borracho es detestado y se le dice que su pecado lo excluirá del cielo, mientras que el orgullo, el egoísmo y la codicia pasan muchísimas veces sin condenarse. Sin embargo, éstos son pecados que ofenden especialmente a Dios; porque son contrarios a la benevolencia de su carácter, a ese amor desinteresado que es la atmósfera misma del universo que no ha caído. El que cae en alguno de los pecados más groseros puede avergonzarse y sentir su pobreza y necesidad de la gracia de Cristo; pero el orgullo no siente ninguna necesidad y así cierra el corazón a Cristo y a las infinitas bendiciones que él vino a derramar.­ CC 28, 29 (1892).

Nadie mejorará nunca mediante la acusación y la recriminación. Hablarle de su culpa al alma tentada no le inspirará la determinación de mejorar. Al equivocado y desanimado señálele a Aquel que es capaz de salvar hasta lo sumo a todos los que acuden a él. Muéstrele lo que puede llegar a ser. Dígale que en él no hay nada que lo pueda recomendar a Dios, pero que Cristo murió para que él pudiera ser aceptado por el Amado. Transmítale esperanza, mostrándole que en Cristo hay fuerza para obrar mejor. Ponga delante de él las posibilidades que el Cielo le da. Señálele las alturas que puede alcanzar. Ayúdele a aferrarse de la misericordia del Señor, a confiar en su poder perdonador. Jesús está esperando para tomarlo de la mano, para darle poder a fin de vivir una vida noble y virtuosa.­ Ms 2, 1903.

El pueblo de Dios está representado aquí [Zacarías capítulo 3] por un criminal en el juicio. Josué, como sumo sacerdote, está pidiendo una bendición para su pueblo, que está en gran aflicción. Mientras está intercediendo delante de Dios, Satanás está a su diestra como adversario suyo. Acusa a los hijos de Dios, y hace aparecer su caso tan desesperado como sea posible. Presenta delante del Señor sus malas acciones y defectos. Muestra sus faltas y fracasos, esperando que aparezcan de tal carácter a los ojos de Cristo que él no les preste ayuda en su gran necesidad. Josué, como representante del pueblo de Dios. está bajo la condenación, vestido de ropas inmundas. Consciente de los pecados de su pueblo, se siente abatido por el desaliento. Satanás oprime su alma con una sensación de culpabilidad que lo hace sentirse casi sin esperanza. Sin embargo, ahí está como suplicante, frente a la oposición de Satanás.­ PVGM 131 (ed. PP); 115 (ed. ACES) (1900).

Desde entonces he pensado que muchos de los pacientes internados en los asilos de enfermos mentales, fueron llevados allí por experiencias similares a la mía. Sus conciencias estaban heridas por la sensación de pecado, y su fe temblorosa no se atrevía a reclamar las promesas del perdón de Dios. Escuchaban las descripciones del infierno enseñado por la ortodoxia, hasta que les parecía que la misma sangre se les coagulaba en las venas, y grababa a fuego una impresión en las tablas de su memoria. Despiertos o dormidos, el terrible cuadro estaba siempre delante de ellos, hasta que la realidad se perdió en la imaginación. y sólo podían ver las llamas ondulantes de un infierno fabuloso, y podían oír sólo los agudos gritos de los condenados. La razón fue destronada, y el cerebro se llenó de la salvaje fantasía de un sueño terrible. Los que enseñan la doctrina del infierno eterno harían bien en investigar más detenidamente cuál es la autoridad que refrenda una creencia tan cruel.­ 1T 25, 26 (1855).

 Dios a menudo conduce a los hombres a una crisis para mostrarles cuáles son sus debilidades, y para señalarles la Fuente de la fortaleza. Si oran y velan en oración, y luchan con valentía, sus puntos débiles se convertirán en puntos fuertes. La experiencia de Jacob contiene varias lecciones valiosas para nosotros. Dios le enseñó que con su propia fuerza nunca lograría la victoria, y que tenía que luchar con Dios para alcanzar fuerza de lo alto.­ Ms 2, 1903.

Cuando Jacob pecó, engañando a Esaú, y huyó de la casa de su padre, estaba abrumado por el sentimiento de culpa. Solo y abandonado como estaba, separado de todo lo que le hacía preciosa la vida, el único pensamiento que sobre todos los otros oprimía su alma, era el temor de que su pecado lo hubiera apartado de Dios, que fuese abandonado del cielo.

En medio de su tristeza, se recostó para descansar sobre la tierra desnuda. Lo rodeaban sólo las solitarias montañas, y la bóveda celeste lo cubría con su manto de estrellas. Mientras dormía, una luz extraordinaria se le apareció en su sueño; y he aquí, de la llanura donde estaba recostado, una inmensa escalera simbólica parecía conducir a lo alto, hasta las mismas puertas del cielo, y los ángeles de Dios subían y descendían por ella; al paso que de la gloria de las alturas se oyó la voz divina que pronunciaba un mensaje de consuelo y esperanza.

Así hizo Dios conocer a Jacob aquello que satisfacía la necesidad y el ansia de su alma: un Salvador. Con gozo y gratitud vio revelado un camino por el cual él, como pecador, podía ser restaurado a la comunión con Dios. La mística escalera de su sueño representaba a Jesús, el único medio de comunicación entre Dios y el hombre.­ CC 18, 19 (1892).

El paralítico halló en Cristo curación, tanto para el alma como para el cuerpo. La curación espiritual fue seguida por la restauración física. Esta lección no debe ser pasada por alto. Hay hoy día miles que están sufriendo de enfermedad física y que, como el paralítico, están anhelando el mensaje: "Tus pecados te son perdonados". La carga de pecado, con su intranquilidad y deseos no satisfechos es el fundamento de sus enfermedades. No pueden hallar alivio hasta que vengan al Médico del alma. La paz que él sólo puede dar, impartiría vigor a la mente y salud al cuerpo.­ DTG 235, 236 (1898).

Si hubiesen sabido que estaban torturando a Aquel que había venido para salvar a la raza pecaminosa de la ruina eterna, el remordimiento y el horror se habrían apoderado de ellos. Pero su ignorancia no suprimió su culpabilidad, porque habían tenido el privilegio de conocer y aceptar a Jesús como su Salvador.­ DTG 694 (1898).

No deberíamos tratar de disminuir la gravedad de la culpa excusando el pecado. Debemos aceptar la evaluación que Dios hace del pecado, y ésta es ciertamente muy seria. Sólo el Calvario puede revelar la enormidad del pecado. Si tuviéramos que soportar nuestra propia culpa, ésta nos aplastaría. Pero quien no tuvo pecado tomó nuestro lugar; aunque no lo merecíamos, llevó nuestra iniquidad. "Si confesamos nuestros pecados, él [Dios] es fiel y justo para perdonar nuestros pecados, y limpiarnos de toda maldad" (1 Juan 1: 9).­ Ms 116, 1896.

Los que no han humillado sus almas delante de Dios mediante el reconocimiento de su culpa, no han cumplido todavía la primera condición de la aceptación. Si no hemos experimentado el arrepentimiento, del cual no hay que arrepentirse, y no hemos confesado nuestro pecado con verdadera humillación del alma y con un espíritu quebrantado, aborreciendo nuestra iniquidad, nunca hemos procurado verdaderamente el perdón del pecado; y si no lo hemos buscado nunca, nunca hemos encontrado tampoco la paz de Dios. La única razón por la cual posiblemente no hemos recibido la remisión de los pecados pasados, consiste en que no hemos estado dispuestos a humillar nuestros orgullosos corazones y a cumplir las condiciones de la palabra de verdad.

Se ha dado instrucción definida respecto de este asunto. La confesión del pecado, ya sea en público o en privado, debe provenir del corazón y debe ser expresada libremente. No se la debe extraer del pecador. No se la debe hacer con ligereza y en forma descuidada, o extraída a la fuerza de gente que no tiene una clara idea del carácter aborrecible del pecado. La confesión mezclada con lágrimas y dolor, que brota de lo más profundo del alma, encuentra el camino que conduce al Dios de infinita piedad. Dice el salmista: "Cercano está Jehová a los quebrantados de corazón; y salva a los contritos de espíritu".­ 5T 636, 637 (1889).

Aquí es donde Ud. cae en condenación: Ud. continúa en pecado. Con la fuerza de Cristo deje de pecar. Se ha hecho toda provisión para que la gracia more en Ud., para que el pecado aparezca siempre tan odioso como es, es decir, como pecado. "Si alguno peca", no debe abandonarse a la desesperación ni hablar como si estuviera perdido para Cristo.­ Carta 41, 1893.

Dios condena justicieramente a todo el que no hace de Cristo su Salvador personal, pero perdona a cada alma que acude a él con fe, y la capacita para realizar las obras de Dios y para ser una con Cristo por la fe. . . El Señor ha provisto todo lo necesario para que el hombre pueda alcanzar la salvación plena y gratuita, y sea completo en él. El propósito de Dios es que sus hijos tengan los brillantes rayos del Sol de justicia, que todos tengan la luz de la verdad. Dios ha proporcionado la salvación al mundo a un costo infinito, nada menos que la dádiva de su Hijo unigénito. El apóstol pregunta: "El que no escatimó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará también con él todas las cosas?" (Rom. 8: 32). Por lo tanto, si no somos salvados, la falta no será de Dios, sino nuestra por haber dejado de cooperar con los instrumentos divinos. Nuestra voluntad no ha coincidido con la voluntad de Dios.­ 1MS 440 (1892).

Nadie tiene por qué entregarse al desaliento ni a la desesperación. Puede Satanás presentarse a ti, insinuándote despiadadamente: "Tu caso es desesperado. No tienes redención". Hay sin embargo esperanza en Cristo para ti. Dios no nos exige que venzamos con nuestras propias fuerzas. Nos invita a que nos pongamos muy junto a él. Cualesquiera sean las dificultades que nos abrumen y que opriman alma y cuerpo, Dios aguarda para liberarnos.­MC 192 (1905).

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