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CAPÍTULO 1. UN MOVIMIENTO DE REFORMA DENTRO DE LA IGLESIA: Preparación para la crisis final

 
CAPÍTULO 1

UN MOVIMIENTO DE REFORMA DENTRO DE LA IGLESIA

Necesidad — Características — El corazón de la reforma: la predicación del mensaje a Laodicea y la justificación por la fe — El secreto de la victoria.

CUANDO hace más de 27 siglos, el inspirado profeta Joel, en base a la visión divina, se refirió al día de Dios, escribió: “Tocad trompeta en Sion, y dad alarma en mi santo monte; tiemblen todos los moradores de la tierra, porque viene el día de Jehová, porque está cercano. Día de tinieblas y de oscuridad, día de nube y cíe sombra, que sobre los montes se extiende como el alba” (Joel 2:1, 2).

Si bien estas palabras tenían una aplicación histórica inmediata a los tiempos del Antiguo Testamento, cuando Israel había de ser invadido por un pueblo enemigo, la razón por la cual fueron preservadas es que se refieren particularmente al tiempo del fin, al “día de Jehová”, la víspera del regreso de Cristo a la tierra. El mensaje invita a tocar trompeta en Sion, o sea en la iglesia: a hacer cundir la alarma en el santo monte de Dios, o sea su pueblo; porque ocurrirían sucesos de tal magnitud que harían temblar a todos los moradores del mundo.

“Por eso pues, ahora, dice Jehová —sigue el profeta—, convertíos a mí con todo vuestro corazón, con ayuno y lloro y lamento. Rasgad vuestro corazón, y no vuestros vestidos, y convertíos a Jehová vuestro Dios... Tocad trompeta en Sion, proclamad ayuno, convocad asamblea. Reunid al pueblo, santificad la reunión... Entre la entrada y el altar lloren los sacerdotes, ministros de Jehová, y digan: Perdona, oh Jehová, a tu pueblo” (vers. 12-17).

En vista de los tremendos acontecimientos que estarían por ocurrir en el “día de Jehová”, la iglesia debía ser despertada por una voz de alarma, y el pueblo debía ser llamado a lograr una conversión auténtica, profunda, y de todo corazón. En otras palabras, debía efectuarse una reforma espiritual en el seno de la iglesia, en preparación para los grandiosos sucesos del fin.

No hay duda de que hemos llegado ya a la propia víspera de la hora suprema, y de que este llamado a una conversión genuina y a una reforma cabal de la vida de cada uno, debe resonar por todos los ámbitos de Sion.

Tal es lo que hace años ha establecido, por autoridad divina, la sierva del Señor, en los siguientes párrafos inspirados:

NECESIDAD DE LA REFORMA

“Un reavivamiento de la verdadera piedad entre nosotros es la mayor y más urgente de todas nuestras necesidades. El buscar esto debe ser nuestro primer trabajo [SC 53]. Debe haber un esfuerzo ferviente para obtener la bendición del Señor, no porque Dios no esté dispuesto a otorgarnos su bendición, sino porque no estamos preparados para recibirla. Nuestro Padre celestial está más dispuesto a dar su Espíritu Santo a los que se lo piden, que los padres terrenales a dar buenas dádivas a sus hijos. Pero constituye nuestra tarea, por medio de la confesión, la humillación, el arrepentimiento y la oración ferviente, el cumplir las condiciones en virtud de las cuales Dios ha prometido concedernos su bendición” (1 SM 121).

“El pueblo de Dios no soportará la prueba a menos que haya un reavivamiento y una reforma. El Señor no admitirá en las mansiones que está preparando para los justos, una sola alma que sea presuntuosa” (7 T 285)

“Se necesita una reforma entre el pueblo de Dios, pero ésta debe comenzar su obra purificadora con los ministros” (1 T 469).

“Debe producirse una reforma en el pueblo de Dios” (MPJ 815).

“Debe realizarse un reavivamiento y una reforma bajo la ministración del Espíritu Santo. Reavivamiento y reforma son dos cosas diferentes. El reavivamiento significa una renovación de la vida espiritual, una vivificación de los poderes de la mente y del corazón, una resurrección de la muerte espiritual. La reforma significa una reorganización, un cambio en las ideas y en las teorías, en los hábitos y en las prácticas. La reforma no traerá los buenos frutos de la justicia a menos que esté vinculada con el reavivamiento del espíritu. El reavivamiento y la reforma han de realizar la obra señalada, y al hacer esta obra ambos deben combinarse” (RH, febrero 25 de 1902, republicado en SC 53, 54).

“Me han impresionado profundamente las escenas que desfilaron últimamente delante de mí en las horas de la noche. Parecía que se realizaba en muchos lugares un gran movimiento, una obra de reavivamiento. Nuestro pueblo estrechaba sus filas en respuesta al llamamiento de Dios. Hermanos míos, el Señor nos está hablando. ¿No escucharemos su voz? ¿No aderezaremos nuestras lámparas, para actuar como hombres que esperan la venida de su Señor? El momento actual exige que llevemos la luz y actuemos” (JT 3:441, 442).

“Antes que los juicios de Dios caigan finalmente sobre la tierra, habrá entre el pueblo del Señor un avivamiento de la piedad primitiva, cual no se ha visto nunca desde los tiempos apostólicos. El Espíritu y el poder de Dios serán derramados sobre sus hijos” (CS 517).

CARACTERÍSTICAS DE LA REFORMA

Pero Satanás ha estado trabajando asiduamente para desvirtuar la autentica reforma espiritual que el Señor quiere obrar dentro del seno de la iglesia. Este ha sido el método del gran enemigo desde los días antiguos: adulterar lo verdadero y ofrecer una falsificación, para causar desorden, caos y perdición, en lugar de verdadera conversión y vida eterna.

Falsificación satánica de la reforma

Declara la pluma inspirada:

“En cada despertamiento religioso [Satanás] está listo para introducir a aquellos cuyos corazones no están santificados y cuyos espíritus no están bien equilibrados... En toda la historia de la iglesia, ninguna reforma ha sido llevada a cabo sin encontrar serios obstáculos. Así aconteció en los días de San Pablo. Dondequiera que el apóstol fundase una iglesia, había algunos que profesaban aceptar la fe, pero que introducían herejías que, de haber sido recibidas, habrían hecho desaparecer el amor a la verdad” (CS 447).

“La semilla que Lutero había sembrado brotaba en todas partes... Intentó [Satanás] lo que ya había intentado en otros movimientos de reforma, es decir, engañar y perjudicar al pueblo dándole una falsificación en lugar de la obra verdadera. Así como hubo falsos cristos en el primer siglo de la iglesia cristiana, así también se levantaron falsos profetas en el siglo XVI” (CS 197).

Lo mismo que hizo en épocas pasadas, el padre de toda mentira ha estado haciendo en nuestro tiempo. Quiere hoy tratar de desorganizar el movimiento adventista y confundir a los hijos de Dios.

Así es como, durante nuestra breve historia como movimiento, y particularmente en estos últimos años, han surgido una serie de grupos disolventes que se llaman a sí mismos “reformistas”, cuando lo que hacen es sólo destruir. La obra no soportó la prueba bíblica: “Por sus frutos los conoceréis” (Mat. 7:16).

Espíritu de discordia y revolución

Un rasgo muy común en los falsos movimientos de reforma es el espíritu de discordia, revolución y crítica destructiva, particularmente de los dirigentes de la iglesia. Advierte el espíritu de profecía:

“Ha llegado la hora de hacer una reforma completa. Cuando ella principie, el espíritu de oración animará a cada creyente, y el espíritu de discordia y de revolución será desterrado de la iglesia (JT 3:254)” (SC 53).

En otras palabras, lo primero que hace una reforma es eliminar la discordia, la crítica y el espíritu de revolución de entre los que son afectados por ella.

Al describir varios de los falsos movimientos de reforma, la mensajera del Señor dice del promotor de uno de ellos: “El pensaba que Dios había pasado por alto a todos los obreros dirigentes y le había dado a él el mensaje”. Entonces ella explica que “intentó mostrarle que él estaba equivocado” (2 SM 64).

Acerca de otro escribió:

“Él dijo que todos los dirigentes de la iglesia caerían debido a la exaltación propia, y otra clase de hombres humildes aparecería en escena, que harían cosas maravillosas... Este hombre pretendía creer en los testimonios. Pretendía que eran la verdad, y los usaba... para dar fuerza y apariencia de verdad a sus pretensiones” (2 SM 64, 65).

Pero acerca de este hombre y de su mensaje ella explicó:

“Recibí esta palabra del Señor: No los creáis porque yo no los he enviado”. Ella le dijo que “su mensaje no era de Dios; sino que estaba engañando a los incautos” (2 SM 65).

Acerca de otro aún, que pretendía tener un mensaje especial para la iglesia, ella escribió:

“El mismo espíritu acusador estaba en él, es decir que [según él] la iglesia estaba completamente equivocada y Dios estaba llamando a un pueblo que obraría milagros” (2 SM 66).

Cuandoquiera que un así llamado movimiento de reforma suscite un espíritu de crítica destructiva contra los diligentes de la obra y contra la organización de la iglesia, haciendo cundir el “espíritu de discordia y de revolución”, sepamos a ciencia cierta, sin mayor análisis ulterior, que es Satanás quien lo encabeza, y que se trata de una falsificación de la verdadera reforma.

Aunque tales movimientos, para ganar adeptos, pretendan al comienzo pertenecer al pueblo adventista y simulen manifestar celo por la obra de Dios, terminan siempre en la formación de sectores separatistas. No soportan la prueba del tiempo, aunque a veces causen mucho mal temporariamente, descarriando a personas sinceras, pero no del todo afirmadas en la verdad.

Satanás actúa con energía y con engaño

“En ocasión de cada avivamiento de la obra de Dios, el príncipe del mal actúa con mayor energía; en la actualidad está haciendo esfuerzos desesperados preparándose para la lucha final contra Cristo y sus discípulos” (CS 651).

“Despierte el pueblo de Dios de su somnolencia y emprenda seriamente una obra de arrepentimiento y de reforma; escudriñe las Escrituras para aprender la verdad tal cual es en Jesús; conságrese por completo a Dios y no faltarán pruebas de que Satanás está activo y vigilante. Manifestará su poder por todos los engaños posibles, y llamará en su ayuda a todos los ángeles caídos de su reino” (CS 449).

Fanatismo

Entre las armas que usará el diablo para desbaratar el plan de Dios de proclamar y producir una reforma entre su pueblo figura el fanatismo. Lo hizo en los días apostólicos, en la época de la Reforma protestante, y prácticamente con motivo de todos los despertamientos religiosos.

“El fanatismo aparecerá en nuestro propio medio. Vendrán engaños, y de un carácter tal que, si fuera posible, desviarían a los mismos elegidos” (2 SM 16).

“Lutero tuvo también que sufrir gran aprieto y angustia debido a, la conducta de fanáticos... Y los Wesley, y otros que por su influencia y su fe fueron causa de bendición para el mundo, tropezaron a cada paso con las artimañas de Satanás, que consistían en empujar a personas de celo exagerado, desequilibradas y no santificadas, a excesos de fanatismo de toda clase. Guillermo Miller no simpatizaba con aquellas influencias que conducían al fanatismo. Declaró, como Lutero, que todo espíritu debía ser probado por la Palabra de Dios... En los días de la Reforma, los adversarios de ésta achacaron todos los males del fanatismo a quienes lo estaban combatiendo con el mayor ardor. Algo semejante hicieron los adversarios del movimiento adventista” (CS 447, 448).

Sin embargo, esto no ha de ser motivo para resistir el verdadero reavivamiento, la auténtica reforma que responde a las características que se irán describiendo más adelante.

“Cuando el Señor obra por medio de los instrumentos humanos, cuando los hombres están movidos por el poder de lo alto, Satanás induce a sus agentes a clamar: ‘¡Fanatismo!’ y a advertir a la gente que no vaya a los extremos. Tengan todos cuidado acerca de las circunstancias en que levantan este clamor; porque el hecho de que haya moneda falsa, no reduce el valor de la verdadera. El que haya reavivamientos espurios y conversiones falsas, no prueba que todos los reavivamientos deban tenerse por sospechosos. No demostremos el mismo desprecio que los fariseos cuando dijeron: ‘Este a los pecadores recibe’ (Luc. 15:2)” (OE 179).

“Nueva luz”

Otro de los métodos que el archiengañador utiliza para entrampar a las almas incautas es la proclamación de alguna “nueva luz”. Es cierto que el pueblo de Dios podrá ir viendo ampliaciones de las verdades fundamentales ya sólidamente establecidas. De esa luz provendrá la comprensión de profecías que se están cumpliendo. Pero debemos tener en cuenta la siguiente instrucción:

“Cuando el poder de Dios testifica acerca de lo que es verdad, esas verdades han de permanecer para siempre como tales. No han de ser tratadas de acuerdo con suposiciones contrarias a la luz que Dios ha dado” (1 SM 161).

La auténtica nueva luz debe tener los siguientes elementos identificadores:

1) Estará en un ciento por ciento de acuerdo con la Palabra de Dios, y no responderá a alguna interpretación antojadiza y carente de fundamento bíblico.

“Se levantarán hombres y mujeres, profesando tener alguna nueva luz o alguna nueva revelación que tenderá a conmover la fe en los antiguos hilos. Sus doctrinas no soportarán la prueba de la Palabra de Dios, pero habrá almas que será engañadas” (JT 2:107).

2) No contradirá ninguna de las verdades básicas ya sólidamente establecidas como pilares inconmovibles en la organización del pueblo de Dios.

“Dios no da a un hombre una nueva luz contraria a la fe establecida del cuerpo. En todas las reformas se han levantado hombres que aseveraban esto” (JT2:103).

3) Quienes proclamen la nueva luz no estarán infatuados con la idea de que son superiores a sus hermanos, y de que Dios los ha elegido pasando por alto a su pueblo. Esta es, por lo general, la posición de los así llamados “movimientos de reforma”.

“Dios no ha pasado por alto a su pueblo ni ha elegido a un hombre solitario aquí y otro allí como los únicos dignos de que les sea confiada su verdad” (JT 2:103).

“Nadie debe tener confianza en si mismo, como si Dios le hubiese dado una luz especial más que a sus hermanos. Se nos representa a Cristo como morando en su pueblo” (JT 2:103).

Características adicionales de la verdadera reforma:

1) Un espíritu de oración.

2) Un espíritu de sincera conversión.

3) Un espíritu abnegado y generalizado de trabajo misionero.

4) Un espíritu de alabanza y acción de gracias.

Tales son los pensamientos que surgen del siguiente párrafo inspirado:

“En visiones de la noche pasó delante de mí un gran movimiento de la reforma en el seno del pueblo de Dios. Muchos alababan a Dios. Los enfermos eran sanados y se efectuaban otros milagros. Se advertía un espíritu de oración como lo hubo antes del gran día de Pentecostés. Veíase a centenares y miles de personas visitando las familias y explicándoles la Palabra de Dios. Los corazones eran convencidos por el poder del Espíritu Santo, y se manifestaba un espíritu de sincera conversión. En todas partes las puertas se abrían de par en par para la proclamación de la verdad. El mundo parecía iluminado por la influencia divina. Los verdaderos y sinceros hijos de Dios recibían grandes bendiciones. Oí las alabanzas y las acciones de gracias: parecía una reforma análoga a la del año 1844” (JT 3:345).

EL CORAZÓN DE LA REFORMA: LA PREDICACIÓN DEL MENSAJE A LAODICEA Y LA JUSTIFICACIÓN POR LA FE

La reforma será producida fundamentalmente en el seno de la iglesia como resultado de la aceptación del mensaje del Testigo fiel a la iglesia de Laodicea. Es éste un mensaje de Cristo a su iglesia, que quebranta la infatuación y el engaño de la justicia y la suficiencia propias, y produciendo un espíritu de sincero arrepentimiento, confesión y limpieza del pecado, lleva al contrito al pie de la cruz para aceptar la justicia de Cristo.

En la hora de crisis por la cual atravesará la iglesia no habrá término medio. “El que no es conmigo, contra mí es; y el que conmigo no recoge, desparrama” (Luc. 11:23). Los que acepten este franco mensaje de cariño (Apoc. 3:14-22) cosecharán en su vida y en su experiencia sus benditos resultados: una verdadera conversión, el apartamiento del mundo, la victoria sobre el pecado y una entrega completa de la vida a Dios. Esa es la esencia de la auténtica reforma que ha de operarse en la iglesia y en cada corazón individual.

Los que no acepten ese mensaje, y prefieran continuar siendo tibios, formales y llenos de justicia propia, caerán durante el zarandeo y se perderán. Explica la mensajera del Señor:

“Pregunté cuál era el significado del zarandeo que yo había visto, y se me mostró que lo motivaría el testimonio directo que exige el consejo que el Testigo fiel dio a la iglesia de Laodicea... Algunos no soportarán este testimonio directo, sino que se levantarán contra él, y esto es lo que causará un zarandeo en el pueblo de Dios” (PE 270).

De la forma de recibir este mensaje depende nada menos que el destino de la iglesia. Ha de mover a profundo arrepentimiento. Todos los que lo reciban serán purificados:

“Vi que el testimonio del Testigo fiel había sido escuchado tan sólo medias. El solemne testimonio del cual depende el destino de la iglesia se tuvo en poca estima, cuando no se lo menospreció por completo. Este testimonio ha de mover a profundo arrepentimiento. Todos los que lo reciban sinceramente lo obedecerán y quedarán purificados” (PE 270)

Un franco mensaje de cariño

“Y escribe al ángel de la iglesia en Laodicea: He aquí el Amén, el testigo fiel y verdadero, el principio de la creación de Dios, dice esto: Yo conozco tus obras” (Apoc. 3:14, 15).

“El mensaje a la iglesia de Laodicea es una denuncia sorprendente, y se aplica al pueblo de Dios actual” (TS 3:143).

El autor del mensaje es nada menos que Cristo, nuestro Salvador, y a la vez nuestro mejor amigo. Es fiel y verdadero. Nos ama, pero no nos adula, porque quiere nuestra felicidad y nuestra salvación. Nos habla con cariño y sinceridad. El mensaje es directo, pero lleno de misericordia.

Nos dice: “Yo conozco tus obras”. Nos habla uno que nos conoce, mejor de lo que nosotros nos conocemos a nosotros mismos, porque el corazón humano es engañoso (Jer. 17:9). Y es un mensaje muy necesario, particularmente por la condición de engaño propio en que se encuentra Laodicea. Por lo tanto, siendo que sólo Dios nos conoce, nuestra actitud frente a este mensaje debiera ser la del salmista: “Examíname, oh Dios, y conoce mi corazón...; ve si hay en mí camino de perversidad, y guíame en el camino eterno” (Sal. 139:23, 21).

Este mensaje tiene una aplicación eminentemente individual, y su resultado colectivo se producirá sólo en la medida en que cada uno lo acepte y practique en su vida personal. El Testigo fiel habla en singular.

“Eres tibio”

¿Qué es lo que nos dice Aquel que conoce nuestro corazón? “No eres ni frío ni caliente. Quisiera yo que fueras o frío o caliente. Así que, por lo mismo que eres tibio... estoy a punto de escupirte de mi boca” (Apoc. 3:15, 16, VM).

En los primeros tiempos de la historia de la iglesia recibimos esta instrucción:

“El mensaje de Laodicea se aplica a los hijos de Dios que profesan creer en la verdad presente. La mayoría de ellos son tibios y sólo profesan la verdad... El término ‘tibio’ se aplica a esta clase de personas. Profesan amar la verdad, pero son deficientes en la devoción y el fervor cristiano. No se atreven a abandonar del todo la verdad y correr el riesgo de los incrédulos; pero no están dispuestos a morir al yo y seguir de cerca los principios de su fe... No se empeñan cabal y cordialmente en la obra de Dios, identificándose con sus intereses; sino que se mantienen apartados y están listos para abandonar su puesto cuando lo exigen sus intereses personales y mundanos. Falta en su corazón la obra interna de la gracia” (JT 1:477, 478).

Gracia a Dios que muchos, por haber permitido la obra poderosa del Espíritu en sus vidas, no participan de esa condición de tibieza, pero no deja de ser penosa la realidad de que una gran parte de Laodicea está constituida por tibios que sólo profesan la verdad. Esto plantea la necesidad de una definida reforma.

Cuatro son los elementos que componen esa tibieza:

1) “Son deficientes en la devoción y el fervor cristiano”. Necesitamos vivir diariamente una vida de comunión con Dios, una vida de oración y estudio de su Palabra. Es urgente que demos la debida consideración a nuestras necesidades espirituales, para suplirlas con el poder divino.

2) “No están dispuestos a morir al yo y a seguir de cerca los principios de su fe”. Una conversión a medias no nos podrá salvar. “Convertíos a mí con todo vuestro corazón”, dice el Señor. Un corazón dividido no nos dará la victoria. Cristo pide la posesión completa de nuestra vida. El yo debe morir definidamente para que Cristo gobierne en el trono del corazón.

3) “No se empeñan cabal y cordialmente en la obra, identificándose con sus intereses”. No dedican suficiente tiempo, interés, trabajo y recursos a la causa de Dios.

4) “Falta en su corazón la obra interna de la gracia”. Dios la quiere realizar plenamente en la vida de cada uno de nosotros. “El que comenzó en vosotros la buena obra —dice Pablo—, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Fil. 1:6). Gracias a Dios que él quiere y puede hacerlo. Pero necesita nuestro consentimiento, nuestro interés sincero, nuestra franca cooperación.

“Estoy a punto de escupirte de mi boca”

El agua tibia produce náuseas, y se administra como vomitivo en caso de intoxicación. También la indiferencia y la falta de conversión es repudiable para Dios, y los que perseveren en ella tendrán que ser despedidos del amoroso regazo del Padre.

El corazón de Jesús se conduele de esta tibieza y mediocridad. Expresa su ferviente anhelo de que la situación cambie: “Quisiera yo que fueses frío o caliente”.

“Sería más aceptable para el Señor si los miembros tibios que profesan la religión nunca se hubieran llamado de su nombre. Son un peso continuo para los que desean ser fieles seguidores de Jesús. Son piedras de tropiezo para los incrédulos” (1 T 188).

Pero ésta no necesita ser la condición de ningún hijo de Dios.

La claridad de la revelación divina se propone llevar a nuestro ánimo la alarma que nos induzca a una reforma de la vida, la cual a su vez se traduce en una obra profunda y convertidora de la gracia de Cristo.

La infatuación espiritual y la justicia propia

El meollo del mensaje del Testigo fiel está constituido por esta otra alarmante revelación:

“Porque tú dices: Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad: y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo” (Apoc. 3:17).

Los hijos de Dios que participan de la condición de Laodicea son presentados en una posición de seguridad carnal, y en una actitud de grave justicia propia. Están tranquilos. Se creen en una exaltada condición espiritual. Pero su estado es deplorable a la vista de Dios. Y ellos no lo saben. Están engañados.

“El mensaje a Laodicea se aplica a los adventistas del séptimo día que han recibido gran luz y no han andado en ella. Son los que han hecho una gran profesión, pero no se han mantenido al paso con su Director, los que serán escupidos de su boca a menos que se arrepientan” (2 SAI 60).

El mensaje quebranta su seguridad con la sorprendente denuncia de su verdadera situación de ceguera, pobreza y miseria espirituales.

Esa infatuación es particularmente grave porque pone a su víctima fuera del alcance del poder redentor de Dios. El reconocimiento de nuestra condición es requisito indispensable para que el plan restaurador divino pueda verificarse en nuestro favor.

“Los sanos no tienen necesidad de medito, sino los enfermos —declaró el Señor. Y agregó—: No he venido a llamar a justos, sino a pecadores” (Mar. 2:17). La verdad es, sin embargo, que “no hay justo, ni aun uno”. “Por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios” (Rom. 3:10, 23).

¿Quiénes son, entonces, los “sanos”?, porque sano no hay ninguno. Son los presuntuosos espirituales, los que están limos de justicia propia, como el fariseo de la parábola. Ellos no pueden ser perdonados ni justificados mientras conserven su actitud.

De allí el consejo: “Arrepiéntete” (vers. 19). El arrepentimiento implica: a) reconocimiento del pecado; b) dolor por el pecado; c) deseo de abandonarlo. Pero un corazón lleno de justicia propia, ¿de qué puede arrepentirse? ¿Cómo puede alcanzarle el perdón y la misericordia divina?

No hay nada que haga más inaccesible para el corazón el poder salvador del Evangelio, que esta soberbia espiritual, este engaño, esta propia justicia. Es el polo opuesto de la justificación por la fe, camino único para alcanzar perdón y victoria.

Este sentimiento de “Soy rico” es tal vez el grado más absoluto de la justicia propia, que el profeta Isaías dice que es “como trapo de inmundicia” (Isa. 64:6). El que participa de este espíritu posee una vida desprovista de frutos, como la higuera estéril, que, a pesar de lucirse con un abundante follaje de profesión, y a pesar de tener las hojas grandes de la presunción, carecía del todo de frutos. Con razón Pablo quería huir de esa condición cuando dijo: “... ser hallado en él [Cristo], no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe” (Fil. 3:9).

Este mensaje nos beneficiará si ofrecemos nuestra voluntaria cooperación y sincero interés. Declaró la pluma inspirada:

“Se me mostró que el testimonio a los laodiceos se aplica a los hijos de Dios de la actualidad, y que el motivo por el cual no ha realizado una gran obra es la dureza de sus corazones. Pero Dios ha dado al mensaje tiempo para hacer su obra, el corazón debe ser purificado de los pecados que han excluido por tanto tiempo a Jesús. Este terrible mensaje hará su obra.

“Cuando fue presentado por primera vez. condujo a un íntimo escudriñamiento del corazón. Los pecados fueron confesados, y el pueblo de Dios fue conmovido por doquier.

“Tiene por objeto despertar a los hijos de Dios, revelarles sus errores, y llevarlos a un celoso arrepentimiento, para que sean favorecidos por la presencia de Jesús y preparados para el fuerte clamor del tercer ángel” (1 T 185, 186).

Un remedio eficaz

Pero el amoroso mensaje del Testigo fiel no se limita sólo a realizar la denuncia de la triste condición espiritual de Laodicea. No sólo diagnostica con pleno conocimiento de causa la enfermedad, sino que ofrece el remedio: un remedio radical para sanar al alma de sus males. Es realmente un mensaje de consuelo.

“Por tanto —dice Jesús—, yo te aconsejo que de mí compres oro refinado en fuego, para que seas rico, y vestiduras blancas, para vestirte, y que no se descubra la vergüenza de tu desnudez; y unge tus ojos con colirio, para que veas” (vers. 18).

La triple condición del laodiceo — pobre, desnudo, ciego— se cura con el triple y maravilloso remedio del cielo: a) oro refinado en fuego, para ser rico; b) vestiduras blancas, para cubrir su desnudez; c) colirio, para ver.

¿Qué representan estos tres símbolos?

“El oro probado en el fuego, que se recomienda aquí, es la fe y el amor. Enriquece el corazón, porque se lo ha refinado hasta su máxima pureza, y cuanto más se lo prueba, tanto más resplandece.

“La vestidura blanca es la pureza de carácter, la justicia de Cristo impartida al pecador. Es a la verdad una vestidura de tejido celestial, que puede comprarse únicamente de Cristo, para una vida de obediencia voluntaria.

“El colirio es aquella sabiduría y gracia que nos habilitan para discernir entre lo malo y lo bueno, y para reconocer el pecado bajo cualquier disfraz” (JT 1:479).

La fe y el amor

La fe y el amor, representados por el oro refinado en fuego, son dos importantes frutos del Espíritu Santo. Acerca de su trascendencia la Sra. de White escribe:

“Se me ha mostrado que el oro mencionado por Cristo, el Testigo fiel, que todos debemos poseer, es la fe y el amor combinados, y el amor precede a la fe. Satanás está trabajando constantemente para quitar estos preciosos dones de los corazones del pueblo de Dios. Todos están empeñados en el juego de la vida. Satanás sabe muy bien que si logra extirpar el amor y la fe, llenando su lugar con egoísmo e incredulidad, todos los rasgos preciosos restantes serán hábilmente quitados por sus engañosas manos, y el juego resultará perdido” (2 T 36, 37).

El amor es la esencia y el resumen máximo ele la ley, el supremo principio guiador de una vida convertida, semejante a la de Cristo. Sin amor no hay cristianismo, pues el apóstol dice: “El que no ama no ha conocido a Dios, porque Dios es amor” (1 Juan 4:8).

El amor transforma radicalmente el panorama de la vida (Gál. 5:19-28). Elimina la codicia y el egoísmo, creando la generosidad, la benevolencia, el interés en el progreso de la obra y en el bienestar del prójimo.

El amor anula los resentimientos, la envidia y los celos, y los reemplaza por la bondad, la longanimidad, la cordialidad. Disipa las pendencias y la lucha desleal; mata la ambición egoísta; neutraliza el odio; borra el rencor y la ira, e introduce la paz, la buena voluntad y el gozo. Ahuyenta el temor y la desconfianza.

Junto con el perdón del pecado logrado por la fe en Cristo, el amor es la terapia más admirable para los males del espíritu, la mejor solución para los problemas emocionales, y a la vez una poderosa medicina para sanar muchas enfermedades psicosomáticas.

La única forma de tener amor es apropiarse de su fuente bendita: Cristo Jesús. Por eso el apóstol Pablo aconseja: “Que habite Cristo por la fe en vuestros corazones, a fin de que, arraigados y cimentados en amor...” (Efe. 3:17). Cuando Cristo hace su entrada triunfal en el corazón y toma posesión de la vida —“ya no vivo yo, mas vive Cristo en mí” (Gál. 2:20) — el amor llega a ser la motivación suprema: “El amor de Cristo nos constriñe” (2 Cor. 5:14).

La fe, por su parte, junto con el amor, nos permite vivir constantemente en la plácida atmósfera del cielo. Establece entre nuestra alma y Dios un vínculo tan inquebrantable que nada ni nadie puede romper, salvo el pecado. Nos hace accesible el perdón de Dios y su poder para vivir la vida que vale. Pone a nuestra disposición el cumplimiento de todas las promesas de Dios. Es un principio activo que se manifiesta en la vida por medio de una obediencia voluntaria a los mandamientos del Señor.

La justificación por la fe

Las vestiduras blancas, que representan la justicia de Cristo aplicada a la vida del pecador, constituyen un manto de factura celestial, hecho directamente en el telar del cielo. Estas vestiduras sólo pueden conseguirse por la fe.

El problema del logro de la justicia por parte del hombre es tan antiguo como el pecado. Desde el día en que nuestros primeros padres violaron la ley de Dios y se hicieron pasibles de la muerte eterna, la humanidad ha estado buscando con ansias la manera de alcanzar de nuevo la justicia, o sea un estado espiritual que la reconciliara con Dios. El hombre ha sentido genéricamente, a través de toda su historia, el peso de la culpabilidad. Uno de los amigos de Job dio expresión a la más angustiosa pregunta del alma cuando dijo: “¿Cómo, pues, se justificará el hombre para con Dios?” (Job 25:4).

El pecado constituye la peor de las enfermedades humanas. Separa al hombre de Dios y lo sume en la tristeza y la desesperación. Una gran proporción de los miles y miles de enfermos neuróticos que desfilan por los consultorios médicos y psiquiátricos en busca de alivio están atormentados por el sentido de culpa.

Hace algún tiempo quedé profundamente impresionado, mientras visitaba algunas ciudades importantes de Latinoamérica, al ver largas filas de hombres y mujeres, jóvenes y ancianos, esperando turno para arrodillarse ante el confesionario. En algunas iglesias había hasta seis largas filas de esta clase. Eran almas que buscaban la justificación.

Existen dos métodos que los hombres han ensayado para alcanzar la justificación. El primero es el esfuerzo propio, sea para cumplir la ley, o para realizar obras meritorias, a fin de ganar el favor de Dios. Este es el método más generalizado.

Pero es antibíblico y completamente ineficaz. El otro método consiste en reconocer la propia impotencia, y ejercer fe en el sacrificio de Cristo en nuestro favor. Este es el único camino hacia Dios.

La verdad es que aun los hijos de Dios pueden perder de vista a veces una de las verdades más importantes de la Biblia, es a saber, la de que “por las obras de la ley ningún ser humano será justificado delante de él” (Rom. 3:20).

La tendencia del laodiceo lo induce a la justicia propia. Puede llegar a pensar que, por el hecho de conocer este maravilloso conjunto de verdades bíblicas, sólidamente establecidas y lógicamente eslabonadas, ha adquirido una excelencia espiritual que lo ubica por encima de otros cristianos. Se tienta con el pensamiento de que la observancia de los preceptos de la santa ley de Dios le gana el favor divino y le abre las puertas del cielo como un derecho, y puede comenzar a razonar como el fariseo de la parábola. Es posible que empiece a decirse a sí mismo, si no en voz alta: “Yo soy rico, y me he enriquecido, y de ninguna cosa tengo necesidad”. Pero el Señor le contesta: “Y no sabes que tú eres un desventurado, miserable, pobre, ciego y desnudo”. Y entonces le indica el remedio: “Te aconsejo que de mí compres... vestiduras blancas”, es decir, la única justicia que vale, la justicia de Cristo.

“Todos nosotros somos como suciedad, y todas nuestras justicias como trapos de inmundicia”, dice el profeta Isaías. Ninguna cosa que el hombre haga para ganar el favor de Dios tiene valor alguno. Los únicos méritos que el hombre puede invocar son los de Cristo, quien está dispuesto a echar sobre la vergüenza de nuestra desnudez el manto purísimo de su perfecta justicia. Las buenas obras, como veremos más adelante, entran en el cuadro de nuestra salvación, no como algo hecho para justificarnos, no como argumento para lograr el favor divino, no como el precio para comprar el cielo. Las buenas obras, la obediencia, aparecen como un resultado de nuestra justificación, como una evidencia de nuestra fe, como una demostración del poder de Dios que actúa en nuestra vida, y como la preparación para la vida eterna. Pero el único derecho a la vida eterna es la justicia perfecta de Cristo que él nos adjudica inmerecidamente en base a nuestra fe.

“En gran manera me gozaré en Jehová —declara de nuevo el profeta evangélico—, mi alma se alegrará en mi Dios: porque me vistió con vestiduras de salvación, me rodeó de manto de justicia” (Isa. 61:10). Sólo cuando este manto admirable —constituido por la muerte expiatoria de Cristo y su vida perfecta en nuestro favor— cubre la desnudez humana, el hombre aparece perfecto a la vista de Dios y es justificado con la única justicia eficaz, la de Cristo.

Pero la adquisición de esta maravillosa vestidura blanca que Cristo nos ofrece tiene dos condiciones indispensables:

1) El reconocimiento de la propia pecaminosidad, impotencia e indignidad. En otras palabras: un arrepentimiento sincero. Por eso el mensaje a Laodicea es un mensaje de arrepentimiento. “Arrepiéntete”, dice Cristo. Depón tu orgullo. Abandona tu infatuación espiritual. Quebranta tu corazón delante del Señor al caer sobre la roca de tu salvación.

2) El apropiarse por la fe de la justicia de Cristo, que él quiere primero imputarnos, y luego impartirnos.

“Concluimos, pues —dice Pablo—, que el hombre es justificado por fe sin las obras de la ley” (Rom. 3:28).

La pluma inspirada ha explicado en párrafos breves pero magistrales la verdadera esencia de la justificación por la fe.

“¿Qué es la justificación por la fe? Es la obra de Dios que abate en el polvo la gloria del hombre, y hace por el hombre lo que él no tiene la capacidad de hacer por sí mismo” (TM 464).

Dos clases de justicia

En otra magnífica condensación del problema, la sierva de Dios dice:

“La justicia por la cual somos justificados es imputada; la justicia por la cual somos santificados es impartida. La primera es nuestro derecho al cielo; la segunda nuestra idoneidad para el cielo” (MPJ 32).

En este párrafo tan iluminador, se nos plantean dos momentos distintos del proceso de nuestra salvación, dos aspectos diversos del plan de redención, que son en cierta forma sucesivos, pero a la vez simultáneos; dos diferentes fases de la misma justicia de Cristo, la única que satisface a Dios y nos hace santos.

Analicemos en forma esquemática estas dos fases:

A) LA JUSTICIA DE CRISTO POR LA CUAL SOMOS JUSTIFICADOS

1. Nos es imputada, es decir, acreditada, adjudicada gratuitamente, sin merecerla.

2. Es nuestro derecho al cielo. Es el único mérito que podemos invocar.

3. Nos justifica, es decir, nos convierte en justos a la vista de Dios.

4. La recibimos exclusivamente por la fe, y en forma gratuita e inmerecida.

—Efe. 2:8, 9: “Por gracia sois salvos por medio de la fe; y esto no de vosotros, pues es don [regalo] de Dios; no por obras, para que nadie se gloríe”.

—Rom. 3:24: “Siendo justificados gratuitamente por su gracia, mediante la redención que es en Cristo Jesús”.

—Rom. 5:1: “Justificados, pues, por la fe, tenemos paz para con Dios por medio de nuestro Señor Jesucristo”.

5. La fe implica el arrepentimiento, la confesión y la aceptación de Cristo como Salvador. Esto significa que nosotros vamos a Dios. Nos salvamos en base al plan de que, si pedimos, recibimos aquello que solicitamos.

B) LA JUSTICIA DE CRISTO POR LA CUAL SOMOS SANTIFICADOS

1. Nos es impartida, en un proceso paulatino e interno de crecimiento cristiano.

2. Es nuestra idoneidad, o preparación para el cielo.

3. Nos santifica, o sea nos convierte en santos, transformando nuestro carácter.

4. También la recibimos por medio de la fe.

La santificación o justicia impartida

Las vestiduras blancas que el Testigo fiel nos aconseja comprar de él no sólo representan la justificación, o sea la justicia imputada de Cristo, por medio de la cual la desnudez moral se cubre y el pecado queda perdonado. Representan también la etapa siguiente y complementaria, la santificación, o sea la justicia impartida. Esta abarca la victoria sobre el pecado, la transformación paulatina del carácter, el crecimiento cristiano, el triunfo sobre las debilidades e imperfecciones.

En tanto que la justificación es un fenómeno instantáneo —pues Dios nos perdona y nos limpia en el momento mismo en que, arrepentidos, confesamos el pecado y pedimos el perdón (1 Juan 1:7-9)—, la santificación es un proceso que dura toda la vida.

Lo cierto es que la santificación y la victoria sobre el pecado son un complemento indispensable de la justificación o el perdón de Dios. Tan ilógico sería conformarse con el primer paso sin el segundo, como permanecer en la antesala de espera en el caso de una audiencia, cuando ha llegado la hora y se nos invita a pasar para ver al funcionario a quien estamos esperando.

La paz que otorga el perdón y la reconciliación con Dios resulta muy breve si no va acompañada de un proceso de cambio en la vida que nos haga odiar el pecado y nos permita abandonarlo, extendiéndonos siempre a mayores alturas. “Haced, pues, frutos dignos de arrepentimiento” (Mat. 3:8).

La justificación es nuestro derecho al cielo. El ladrón en la cruz, sin haber tenido ocasión de vivir un tiempo apreciable después del perdón del pecado, fue salvo. La aplicación de la justicia imputada de Cristo nos presenta perfectos y completos a la vista del cielo. Dios, mirando desde las alturas, no ve ya nuestros andrajos espirituales, no ve la vergüenza de nuestra desnudez, sino el precioso manto perfecto con el cual Cristo nos rodeó. No ve la historia de pecado del hombre arrepentido y contrito, sino la perfección absoluta de la vida de Cristo, que vivió y murió por él.

Pero el derecho al cielo no basta. Necesitamos la idoneidad para vivir allí. Necesitamos la preparación. Si ganáramos algún concurso en virtud del cual una compañía de aviación nos otorgara el pasaje gratuito para viajar a algún país extremadamente frío, tendríamos todavía necesidad de proveernos de la ropa necesaria para poder vivir allí el tiempo que permanezcamos. Por lo tanto, el Señor espera de nosotros que preparemos nuestro carácter para el cielo, que nos ejercitemos en la obediencia de su voluntad y sus preceptos, que andemos en la luz que él hace brillar en nuestro camino, que avancemos cada día un paso más hacia la perfección. Y así podremos ser siempre perfectos con relación a nuestra edad en Cristo, cumpliendo el mandato de Jesús: “Sed, pues, vosotros perfectos, como vuestro Padre que está en los cielos es perfecto” (Mat. 5:48).

EL SECRETO DE LA VICTORIA

Para lograr esos resultados, también debemos depender por completo de Cristo. La base de la justicia impartida es igualmente la fe. Pero la fe es un principio activo que nos induce a renunciar al yo y a entregarnos enteramente al Señor para que él viva en nosotros.

La distancia entre la perfección relativa a nuestra edad —que hayamos logrado por la gracia de Dios—, y la perfección absoluta que es el blanco final, la suple el Señor Jesús en todo momento con su justicia imputada. Porque él no sólo nos imputa o atribuye los méritos de su sangre —la que nos libra de la muerte— sino que también nos atribuye los méritos de su vida perfecta

Por otro lado, Cristo no sólo cumplió la ley en la cruz —pagando la penalidad exigida por ésta de nosotros—, sino que también cumple la ley viviendo en nosotros y dándonos la victoria.

La santificación es la obra de Dios en nuestra vida. A la mujer adúltera, después de perdonarla, Cristo le dijo: “Vete, y no peques más” (Juan 8:11). El apóstol Pedro se hace eco del plan de Dios para el hombre cuando dice: “Como aquel que os llamó es santo, sed también vosotros santos en toda vuestra manera de vivir” (1 Ped. 1:15). Y el apóstol Juan declara: “Estas cosas os escribo para que no pequéis” (1 Juan 2:1). Y más tarde explica: “Todo aquel que es nacido de Dios no practica el pecado” de manera habitual, voluntaria (1 Juan 3:9).

Claro está que a lo largo de nuestra penosa marcha ascendente por el sendero de la santificación se producen accidentes, caídas, pecados. Las viejas debilidades quieren volver a aparecer una y otra vez. Por eso la Palabra nos consuela con la hermosa seguridad del perdón de Dios logrado por medio de Cristo. Aunque Juan dice: “Estas cosas os escribo para que no pequéis”, completa esa frase con la gran promesa divina: “Si alguno hubiere pecado, abogado tenemos para con el Padre, a Jesucristo el justo” (1 Juan 2:1). Y “la sangre de Jesucristo su Hijo nos limpia de todo pecado” (vers. 7).

“Cuando está en el corazón el obedecer a Dios, cuando se realizan esfuerzos con ese propósito, Jesús acepta esta disposición y este esfuerzo como el mejor servicio del hombre, y suple la deficiencia con su propio mérito divino” (1 SM 382).

Así se amalgaman en forma armoniosa y se integran, completándose mutuamente, la justicia imputada con la impartida. Son, en esencia, una misma cosa bajo dos aspectos.

“El ideal que Dios tiene para sus hijos supera en altura al más elevado pensamiento humano. El blanco a alcanzarse es la piedad, la semejanza a Dios. Ante el estudiante se abre un camino de progreso continuo. Tiene que alcanzar un objeto, lograr una norma que incluye todo lo bueno, puro y noble” (MPJ 37).

Las vestiduras blancas del Apocalipsis son también mencionadas por Jesús en la parábola de la fiesta de bodas (Mat. 22:11-13). Había un vestido especial provisto para la fiesta. El que rehusó ponérselo fue expulsado. Ninguno podrá participar en la cena de bodas del Cordero si no se despoja de su propio carácter mancillado y obtiene el carácter perfecto de Cristo.

“El vestido de bodas de la parábola representa el carácter puro y sin manilla que poseerán los verdaderos seguidores de Cristo... Es la justicia de Cristo, su propio carácter sin mancha, que por la fe se imparte a todos los que lo reciben como Salvador personal” (PVGM 294).

Un mensaje de reforma

Por lo tanto, el mensaje de Laodicea no es sólo un mensaje de arrepentimiento y justificación por la fe: es también una invitación divina a poseer el perfecto carácter de Cristo, su justicia, su santidad. Es un mensaje de reforma.

Por cierto, que el proceso de la santificación es arduo y permanente. La santidad no es obra de un momento: es la cosecha de la vida. Pero, aunque se trata de una batalla ruda contra las potencias del mal, ésta se inicia con la garantía del triunfo.

“Cristo no nos ha dado la seguridad de que sea asunto fácil lograr la perfección del carácter. Un carácter noble, completo, no se hereda. No lo recibimos accidentalmente. Un carácter noble se obtiene mediante esfuerzos individuales, realizados por los méritos y la gracia de Cristo... Lo desarrollamos sosteniendo rudas y severas batallas contra el yo. Hay que sostener conflicto tras conflicto contra las tendencias hereditarias. Tendremos que criticarnos a nosotros mismos severamente, y no permitir que quede sin corregir un solo rasgo desfavorable” (MPJ 97).

Pero a pesar de las dificultades que jalonan el camino de la conquista de un carácter santo, se trata de un blanco alcanzable. Dios nunca pide imposibilidades. Sus órdenes son habilitaciones.

“Nadie diga: No puedo remediar mis defectos de carácter. Si llegáis a esta conclusión, dejareis ciertamente de obtener la vida eterna. La imposibilidad reside en vuestra propia voluntad. Si no queréis, no podéis vencer. La verdadera dificultad proviene de la corrupción de un corazón no santificado y de la falta de voluntad para someterse al gobierno de Dios” (MPJ 97).

Hemos de aprender a renunciar a nosotros mismos, y entregarnos deliberadamente a Cristo, a “aquel que es poderoso para guardaros sin caída, y presentaros sin mancha delante de su gloría” (Jud. 24). Hemos de aprender a depender en todo momento de quien nos dijo: “Sin mí, nada podéis hacer” (Juan 15:5), y “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra” (Mat. 28:18). Entonces, con Pablo podremos decir: “Todo lo puedo en Cristo que me fortalece” (Fil. 4:13). Lo que es imposible a causa de la debilidad de la carne, Dios lo hace posible por medio de Cristo (Rom. 8:3, 4). Con el apóstol exclamaremos: “A Dios gracias, el cual hace que siempre triunfemos en Cristo Jesús” (2 Cor. 2:14, VVA).

A la base de toda esta experiencia de triunfo está la fe. “Esta es la victoria que ha vencido al mundo —dice Juan—, nuestra fe” (1 Juan 5:4). La fe es la rueda potente que nos hace ascender la cuesta de la santificación rumbo a las alturas de la victoria. Pero el eje poderoso de esa rueda es Cristo. En él se centra nuestra esperanza y nuestra fortaleza. La fe por sí sola no es el salvador, pero Cristo es el Salvador.

Es la fe la que nos llevará a efectuar una entrega permanente, voluntaria y completa. Entonces se produce el gran milagro: Cristo triunfa en nosotros y por nosotros:

“Cuando el alma se entrega a Cristo, un nuevo poder se posesiona del nuevo corazón. Se realiza un cambio que ningún hombre puede realizar por su cuenta. Es una obra sobrenatural, que introduce un elemento sobrenatural en la naturaleza humana. El alma que se entrega a Cristo llega a ser una fortaleza suya, que él sostiene en un mundo en rebelión... Un alma así guardada en posesión por los agentes celestiales, es inexpugnable para los asaltos de Satanás” (DTG 291).

CONCLUSIÓN

El mensaje del Testigo fiel es, pues, no sólo un mensaje de justificación y perdón, no sólo un llamado al arrepentimiento, sino un mensaje de conversión total, de santificación, de reforma de la vida. Esta es la verdadera reforma que pronto tendrá que realizarse en las filas del pueblo de Dios, y que acelerará el derramamiento del poder divino en la lluvia tardía, la predicación del Evangelio eterno y el sellamiento. Esta es la reforma de la vida que cada uno de nosotros necesita para pasar triunfante por el tiempo de angustia y recibir al Señor con grande alegría. Esta es la experiencia que nos permitirá estar preparados para vivir con Dios y con Cristo por la eternidad.

 




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