CAPÍTULO 8. EL TIEMPO DE ANGUSTIA PREVIO
LA ÚNICA razón por la cual separamos este tema en un capítulo aparte, es para que el lector no caiga de ninguna manera en una confusión fácil con respecto a la expresión “tiempo de angustia”. En los escritos de la Sra. de White esta frase aparece aplicada a dos épocas fundamentalmente distintas en sus características, aunque en ambas habrá angustia general en el mundo:
a. La época que termina con el fin del tiempo de gracia, a la cual se refirió el Señor en su sermón profético cuando dijo: “Entonces habrá... en la tierra angustia de las gentes confundidas a causa del bramido del mar y de las olas; desfalleciendo los hombres por el temor y la expectación de las cosas que sobrevendrán en la tierra”.
Ese periodo se caracteriza por guerras, terremotos, pestilencias, falsos profetas, inmoralidad creciente, señales astronómicas, temor y desfallecimiento general, y la predicación del Evangelio en todo el mundo.
Termina en el momento en que se emite el decreto de Apoc. 22:11, o en otras palabras puede decirse que se une con el tiempo de angustia propiamente dicho.
En ese preciso momento finaliza el tiempo de gracia.
b. La época que sigue inmediatamente al fin del tiempo de gracia y que finaliza con la aparición de Cristo en las nubes del cielo con motivo de su segunda venida.
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Con el propósito de hacer una diferenciación fácil y lógica que evite cualquier equívoco, designamos en esta obra:
1. A la primera época: tiempo de angustia previo.
2. A la segunda época: tiempo de angustia.
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A continuación, insertamos dos párrafos que se refieren al tiempo de angustia previo en que se hace la diferencia entre ambos períodos.
“Vi que Dios tenía hijos que no reconocen ni guardan el sábado. No han rechazado la luz referente a él. Y al empezar el tiempo de angustia, fuimos henchidos del Espíritu Santo, cuando salimos a proclamar más plenamente el sábado... Vi guerra, hambre, pestilencia y grandísima confusión en la tierra” (PE 33, 34).
“El comienzo ‘del tiempo de angustia’ mencionado entonces [alude a la cita anterior] no se refiere al tiempo cuando comenzarán a ser derramadas las plagas, sino a un corto período precisamente antes que caigan, mientras Cristo está en el santuario” (PE 85).
“En ese tiempo cuando se esté terminando la obra de la salvación, vendrá aflicción sobre la tierra, y las naciones se airarán, aunque serán mantenidas en jaque para que no impidan la realización de la obra del tercer ángel” (PE 85).
Según este párrafo final de la pluma inspirada, cuando la obra de salvación estuviera culminando y a punto de llegar a su conclusión, la angustia estaría esparciéndose en la tierra y dominando a la humanidad, de acuerdo con la profecía de Cristo. Mientras tanto, las naciones se irían airando más y más.
Y esto es precisamente lo que está aconteciendo en nuestros días. Las naciones se hallan airadas. Las desinteligencias entre los países más poderosos del mundo, las ambiciones egoístas de algunos de ellos y los planes de dominio universal, hacen que cada año todas las potencias aumenten sus presupuestos militares, incrementen sus ejércitos y amplíen de manera sensible la cantidad y la potencia ofensiva de sus armamentos.
Una guerra sucede a la otra sin que la mediación de las organizaciones pacifistas —que se hallan en grave crisis— pueda impedirlo.
El fantástico almacenamiento de poder destructor que existe en las bombas atómicas y en los cohetes balísticos intercontinentales, y la trágica posibilidad de que la sociedad humana quede en ruinas a consecuencia de una guerra nuclear, ha creado un estado de miedo agotador y de angustia desesperante, que afecta no sólo a los líderes políticos del mundo, a los militares y hombres de ciencia, sino a toda la población, que en cualquier momento puede verse envuelta en una verdadera hecatombe cataclísmica.
Hay angustia en los corazones humanos. El hambre azota a los pueblos. Los desórdenes sociales, las luchas de carácter sindical y los levantamientos raciales constituyen otra prueba de la aprehensión que domina al hombre. El temor y la desesperaron constituyen el sentimiento básico y endémico de la sociedad. Hay agitación en las universidades, en las fábricas y en las calles de las grandes ciudades. Hay desorientación en la juventud.
La delincuencia está aumentando en forma tan alarmante que preocupa a las autoridades, quienes no logran controlarla. Angustia a los padres, que pueden verse privados en cualquier momento de algún miembro de la familia por un rapto; angustia a las jóvenes, que pueden verse víctimas de la violencia inmoral. Angustia a los hombres en general, cuya seguridad no ofrece ninguna garantía. Según las estadísticas de Washington, uno de cada doce americanos será víctima de un serio crimen en los próximos cinco años. Se respira el aire de la violencia por doquier. Esta asecha cada paso del hombre moderno.
Otro síntoma indiscutible de la angustia creciente es el aumento de los suicidios, y las cifras alarmantes relativas a las enfermedades mentales y los desórdenes psíquicos. Dos millones de seres humanos han intentado quitarse la vida por lo menos una vez, en los Estados Unidos, según el informe del Colegio Americano de Neuropsiquiatras.
La descomposición de la sociedad, los vicios, el alcoholismo y la adicción a las drogas complican este panorama de desorientación, de temor y de angustia, y proclaman la inminencia de la hora en que se pondrá el sol de la misericordia divina, finalizará el tiempo de gracia, y comenzará el corto tiempo de angustia, que ha de llevarnos, como pueblo, a la culminación gloriosa de nuestras más caras esperanzas.
Pero la cercanía de los sucesos tremendos que nos aguardan antes de la liberación, debe inducirnos a buscar una auténtica experiencia con Dios, que es lo único que nos protegerá en la hora de peligro.
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