Lección 4 :
En el libro de Apocalipsis, Juan menciona la actual ciudad de Esmirna, en la costa occidental de Turquía. Esta antigua ciudad era una comunidad floreciente de aproximadamente cien mil habitantes a finales del siglo I y durante todo el siglo II. Era próspera en gran medida porque era un centro de intercambio comercial. A sus puertos llegaban barcos cargados de mercancías procedentes de la región mediterránea.
Además de rica, Esmirna era acérrimamente leal a Roma. Una vez al año, se ordenaba a todos los ciudadanos de la ciudad que quemaran incienso a los dioses romanos, celebrando la prosperidad del Imperio Romano y jurando lealtad al emperador. Durante esta época, Esmirna había elegido para sí como patrona a la diosa Cibeles y la representaba en su moneda, sentada en un trono y con una corona. También adoraba a los dioses de la riqueza, el jolgorio y la medicina.
Pero en el siglo II, Esmirna también tenía una próspera comunidad cristiana, siendo Policarpo su líder espiritual. Como cristiano, Policarpo se rehusó a quemar incienso a Cibeles o a cualquiera de los otros dioses romanos, lo cual lo llevó a ser quemado en la hoguera en la plaza pública de Esmirna. Cuando le pidieron por última vez que renegara de Cristo, el anciano respondió: «Durante 86 años le he servido y él jamás me ha quedado mal. ¿Cómo puedo hablar mal de mi Rey que me salvó?».
A lo largo de los siglos, hombres y mujeres han estado dispuestos a experimentar el martirio antes que renunciar a su fe en Cristo. Estudiar sus vidas aumenta nuestra fe. Su sacrificio reaviva nuestro valor. Su compromiso con Cristo renueva el nuestro. Las historias de los valdenses, de Wycliffe, de Hus y de Jerónimo nos inspiran a ser valientes por Cristo.
Fieles hasta la muerte
En una carta dirigida a los fieles creyentes de Esmirna, el apóstol Juan anima a la iglesia con estas palabras: «Sé fiel hasta la muerte, y yo te daré la corona de la vida» (Apocalipsis 2: 10). La persecución que experimentaron estos primeros cristianos ha sido una constante en la historia de la iglesia. Cada vez que el pueblo de Dios permanece fiel a él, Satanás se enfurece y lo que sigue muchas veces es la persecución.
El periodo más largo de opresión y persecución para el pueblo fiel de Dios fue el de la Edad Media. El profeta Daniel describió un periodo de tiempo de 1,260 días proféticos, 1,260 años literales, en el que la iglesia medieval haría la guerra y perseguiría al pueblo de Dios (Daniel 7: 21, 25). Al describir este mismo periodo de tiempo, el apóstol Juan vio en visión profética una época en la que la iglesia de Dios se vería obligada a huir al desierto, donde sería «sustentada por un tiempo, tiempos y la mitad de un tiempo» (Apocalipsis 12: 14). El versículo 6 del mismo capítulo añade que «la mujer huyó al desierto, donde tenía un lugar preparado por Dios». El pueblo de Dios fue alimentado en el desierto. Su Palabra los fortaleció y sostuvo. En su hora más oscura, encontraron «un lugar preparado» para ellos por Dios. En tiempos de gran tribulación, el amor y el cuidado de Dios son un refugio para su pueblo (Salmo 46; 91).
Los 1,260 días y el «tiempo, tiempos y la mitad de un tiempo» de Apocalipsis 12: 6, 14 aluden al mismo periodo. La profecía bíblica suele estar escrita en símbolos. En las porciones proféticas de Daniel y Apocalipsis, un día profético equivale a un año literal. El principio del día por año destacado en Números 14: 34 y Ezequiel 4: 6, está sustentado en un amplio fundamento bíblico que los intérpretes de la Biblia han utilizado a lo largo de los siglos. El difunto Dr. William H. Shea, cronólogo y erudito del Antiguo Testamento, detalló las pruebas bíblicas de este principio.
Los 1,260 días representan los 1,260 años de la unión de la iglesia y el estado durante la Edad Media. Durante este tiempo, el papado era la fuerza religiosa y política dominante en Europa. Los reyes se inclinaban ante los papas de Roma y se sometían a su autoridad eclesiástica. El comienzo de los 1,260 días Cuando el ejército romano derrotó a las fuerzas macedonias en el año 168 a. C., el Imperio Romano pasó a dominar el mundo. Durante más de 500 años infundió temor en las mentes de sus enemigos, pero finalmente se desmoronó y fue invadido por las tribus bárbaras del norte. En el año 330 d. C., el emperador Constantino desplazó rápidamente la sede de su gobierno de Roma a la antigua ciudad oriental de Bizancio. Rebautizó la ciudad con el nombre de Nueva Roma y, más tarde, pasó a llamarse Constantinopla.
Esto dejó un vacío político en Roma que los papas fueron llenando gradualmente, asumiendo la autoridad de los emperadores romanos. Tres de las tribus que atacaron el Imperio Romano: los hérulos, los vándalos y los ostrogodos, se resistieron obstinadamente a la autoridad de Roma. La última de estas tribus, los ostrogodos, fue derrotada en el año 538 d. C. y expulsada de la ciudad. Justiniano, el emperador romano de entonces, reconoció al papa de Roma Vigilio como el líder religioso del imperio.
Con la unión de la iglesia y el estado, un periodo de oscuridad espiritual se cernió sobre Europa. Este periodo se prolongó durante 1,260 años, tal como predijo la profecía bíblica, terminando el 20 de febrero de 1798, cuando las fuerzas de Napoleón, al mando del general Berthier, tomaron cautivo al papa Pío VI y finalmente lo llevaron a Francia, donde murió en cautiverio.
Lamentablemente, durante 1,260 años fueron martirizados millones de cristianos por obedecer la Palabra de Dios. Pero incluso en la muerte, triunfaron. En Cristo fueron liberados de la culpa y del dominio del pecado. Vencieron «por medio de la sangre del Cordero» (Apocalipsis 12: 11). La victoria de Cristo sobre Satanás en la cruz fue la victoria de ellos. Venció a la tumba, por lo que desapareció todo temor a la muerte.
Campeones de la verdad
Estos fieles creyentes prestaron atención a la admonición de Judas a luchar «ardientemente por la fe que una vez fue dada a los santos, pues por medio de engaños se han infiltrado entre ustedes algunos malvados […] que […] convierten la gracia de nuestro Dios en libertinaje» (Judas 3, 4, RVC). Esta advertencia jamás había sido tan necesaria como en la Edad Media. Las prácticas paganas inundaron la iglesia. Las tradiciones humanas atentaban contra la Palabra de Dios. Muchos se preguntaban si la verdad volvería a levantar cabeza.
En los siglos XIII y XIV, los valdenses se erigieron como paladines de las verdades de las Escrituras. A medida que la oscuridad espiritual fue descendiendo sobre la Europa medieval, la iglesia popular se fue alejando cada vez más de las enseñanzas bíblicas. Las falsas doctrinas mantenían secuestradas las mentes. Las masas estaban consumidas por la culpa. Veían a Dios como un tirano iracundo y un juez vengativo al que había que apaciguar, en vez de como un Dios amoroso que se preocupaba por ellos y anhelaba salvarlos mediante su gracia. Se esforzaban bajo la pesada carga de intentar salvarse a sí mismos mediante sus tediosas buenas obras.
En esta coyuntura crucial de la historia humana, Dios empezó a suscitar buscadores espirituales que sacaran a los hombres y mujeres de las tinieblas espirituales a la luz de su Palabra. Uno de estos buscadores espirituales fue un hombre llamado Pedro Valdo. Nacido en Lyon, Francia, hacia 1140, él fue el líder de un grupo de cristianos creyentes en la Biblia que más tarde fueron conocidos como los valdenses. Sus enseñanzas fueron como un refrescante trago de agua de manantial en un sofocante y caluroso día de verano. La esperanza surgió en los corazones humanos. Se rompieron los grilletes que habían atado a hombres y mujeres durante demasiado tiempo.
Valdo creía que la Biblia era el fundamento de toda fe y la guía infalible para todos los creyentes. Rechazaba la idea de que la Biblia debía ser interpretada por la iglesia y enseñaba que cualquiera podía leerla y comprenderla por sí mismo. A Valdo se le atribuye la primera traducción de la Biblia a una lengua moderna en Europa.
Los valdenses fueron testigos fehacientes del poder de la Palabra de Dios y de su influencia transformadora en la vida cotidiana. En ella descubrieron luz frente a las tinieblas. La aceptaron como la autoridad divinamente inspirada para sus vidas. Sus enseñanzas animaron sus espíritus, alentaron sus corazones y alegraron sus almas.
Creían que Cristo era su único Mediador y que la Biblia era su única fuente de autoridad. «Aunque sumida la Tierra en tinieblas durante el largo período de la supremacía papal, la luz de la verdad no pudo apagarse por completo. En todas las edades hubo testigos de Dios, hombres que conservaron su fe en Cristo como único mediador entre Dios y los hombres, que reconocían la Biblia como única regla de su vida y santificaban el verdadero día de reposo».
La autoridad absoluta de la Biblia
Una de las características distintivas de los valdenses y de cada uno de los reformadores era su absoluta lealtad a Dios. Ellos creían en la autoridad de las Escrituras y en la supremacía de Cristo. Sus mentes estaban impregnadas de las historias de fe del Nuevo Testamento. La valentía de los discípulos ante la persecución los inspiraba. Con el apóstol Pedro, podían decir: «Es necesario obedecer a Dios antes que a los hombres» (Hechos 5: 29). Comprendieron la admonición de Pablo de: «fortalézcanse con el gran poder del Señor» (Efesios 6: 10, NVI). Consideraron seriamente el consejo de Juan de «retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona» (Apocalipsis 3: 11). En lugar de someterse a las tradiciones de la iglesia romana, estos incondicionales hombres y mujeres de fe tuvieron el valor de defender las verdades de la Palabra de Dios.
Los valdenses fueron uno de los primeros grupos en obtener la Biblia en su propia lengua. Copiaron en secreto las Escrituras en sus comunidades montañosas del norte de Italia y el sur de Francia. A una edad temprana, los jóvenes eran instruidos por sus padres para memorizar grandes porciones de la Biblia. Equipos de copistas trabajaban juntos para reproducir laboriosamente las Escrituras. Muchos jóvenes valdenses viajaban por Europa como mercaderes, compartiendo en silencio las verdades de las Escrituras. Algunos se matricularon en las universidades de su época y, cuando surgían oportunidades, compartían porciones de las Escrituras con sus compañeros de estudios. Sus madres idearon ingeniosamente bolsillos ocultos en sus vaporosas túnicas para esconder porciones de la Biblia. Guiados por el Espíritu Santo, percibían la receptividad de los buscadores sinceros y les entregaban valiosos pasajes de las Escrituras. Estaban dispuestos a arriesgar sus vidas para compartir el mensaje de vida eterna del cielo. Aunque los valdenses no comprendían con claridad cada enseñanza bíblica, preservaron la verdad de la Palabra de Dios durante siglos.
Una luz de brillo perpetuo
El Sabio compara el camino de la dirección de Dios con el amanecer (Proverbios 4: 18). En la mañana, el sol se eleva gradualmente sobre el horizonte. Si Dios simplemente accionara un interruptor cósmico y el sol brillara con todo su resplandor, nos cegaría. Del mismo modo, después de que la oscuridad envolvió al mundo durante siglos, Dios levantó a hombres y mujeres que vivieron de acuerdo con la verdad que conocían y que continuaron buscando más.
«Si bien es cierto que Dios se dignó iluminar a estos sus siervos derramando sobre ellos raudales de luz que les revelaron muchos de los errores de Roma, también lo es que ellos no recibieron toda la luz que debía ser comunicada al mundo. Por medio de estos hombres, Dios sacaba a sus hijos de las tinieblas del romanismo; pero tenían que arrostrar muchos y muy grandes obstáculos, y él los conducía por la mano paso a paso según lo permitían las fuerzas de ellos. No estaban preparados para recibir de pronto la luz en su plenitud. Ella los habría hecho retroceder como habrían retrocedido, con la vista herida, los que, acostumbrados a la oscuridad, recibieran la luz del mediodía. Por consiguiente, Dios reveló su luz a estos reformadores poco a poco, a medida que el pueblo podía recibirla. De siglo en siglo otros fieles obreros seguirían conduciendo a las masas y avanzando más cada vez en el camino de las reformas».
Uno de los avances fundacionales más significativos de la Reforma fue el gozo que produjo el estudio de las Escrituras. Cada uno de los Reformadores se regocijaba en la Palabra de Dios. Se deleitaban haciendo la voluntad de Dios. Amaban su ley (Salmos 19: 7-11; 119:14, 16, 47, 48). El estudio de la Biblia no era una tarea laboriosa. No era un deber legalista. No era un requisito estricto. Era un deleite. A medida que estos hombres y mujeres de Dios estudiaban las Escrituras, eran transformados por el poder del Espíritu Santo.
Comentando la experiencia de John Wycliffe, uno de estos primeros reformadores, Elena G. de White observa: «El carácter de Wycliffe es una prueba del poder educador y transformador de las Santas Escrituras.
A la Biblia debió él todo lo que fue. El esfuerzo hecho para comprender las grandes verdades de la revelación imparte vigor a todas las facultades y las fortalece; ensancha el entendimiento, aguza las percepciones y madura el juicio. El estudio de la Biblia ennoblecerá como ningún otro estudio el pensamiento, los sentimientos y las aspiraciones. Da constancia en los propósitos, paciencia, valor y perseverancia; refina el carácter y santifica el alma. Un estudio serio y reverente de las Santas Escrituras, al poner la mente de quienes se dedicarán a él en contacto directo con la mente del Todopoderoso, daría al mundo personas de intelecto mayor y más activo, como también de principios más nobles que los que pueden resultar de la más hábil enseñanza de la filosofía humana».
La verdad de la Palabra de Dios y el gozo de la salvación en Cristo llenaban de tal manera los corazones de los reformadores, que tenían que compartirlas. Wycliffe pasó su vida traduciendo la Palabra de Dios al inglés por una sola razón: el Cristo viviente lo había transformado, y estaba motivado a compartir lo que había aprendido con los demás. El Dr. Daniel Wallace describe brevemente la historia de la Biblia inglesa y la importancia de la obra de Wycliffe en la siguiente declaración: «Hasta la traducción del Nuevo Testamento por parte de John Wycliffe, solo se habían traducido al inglés pequeñas porciones de la Biblia. Las raíces de la lengua inglesa se remontan aproximadamente al año 600 d. C. En cien años se habían traducido los Salmos y una parte de los Evangelios. En el año 735, Beda el Venerable, en su último día de vida, completó la traducción del Evangelio de Juan. Tras 165 años, el rey Alfredo el Grande tradujo una parte del Pentateuco. Otros pocos durante este periodo tradujeron los Evangelios o los Salmos, y un poco más».
El compromiso de vida de Wycliffe era lograr una versión inglesa legible de la Biblia para el ciudadano común de Inglaterra. Dio su vida por Cristo y por las verdades de su Palabra. ¿Qué fue lo que animó a Wycliffe en su labor de traducir la Biblia? ¿Por qué los valdenses mostraron una fe tan inquebrantable ante persecuciones tan horribles? Por la fe, se aferraron a las promesas de Dios. Creían que Cristo nunca los dejaría ni los abandonaría (véase Hebreos 13: 5). Creían que participar en los sufrimientos de Cristo constituiría un poderoso testimonio ante el mundo. Miraban más allá de lo que era, hacia lo que sería. Durante sus mayores pruebas, se aferraron a la esperanza de la vida eterna.
Jan Hus: Fiel hasta la muerte
La pobreza no condena a las personas a la indigencia de por vida ni las sume en la ignorancia. Jan Hus, que nació en 1369, quedó huérfano de padre a una edad temprana. Su devota madre creía que Dios tenía un plan especial para su joven hijo. Lo educó con mucha oración y le enseñó los principios eternos de la Biblia. Su deseo era que su hijo conociera a Dios, viviera en armonía con los principios de las Escrituras y recibiera una buena educación. Comprendió muy pronto en la vida de Jan que Dios tenía un propósito especial para él. Jan era inusualmente brillante y desarrolló unas habilidades comunicativas extraordinarias a una edad temprana.
Siendo aún un muchacho, él y su madre abandonaron su aldea natal de Husinec, en Bohemia, y emprendieron el largo viaje hasta Praga, con la esperanza de que Jan pudiera recibir una educación más completa que la que ofrecía su pequeña aldea. Antes de llegar a la ciudad, su madre se detuvo en un sendero aislado del bosque y oró fervientemente. Le pidió a Dios que mantuviera a su hijo fiel a él. Oró para que en Praga nunca pusiera en peligro su compromiso con la verdad. Las oraciones de su madre fueron escuchadas. Hus nunca vaciló en su fidelidad a Cristo y a su Palabra. Poco sabía su madre, cuando estaba arrodillada en la quietud de su catedral forestal, que Dios utilizaría a su hijo para cambiar al mundo. El joven erudito influiría en reyes, reinas y ciudadanos de todo un continente.
Al llegar a Praga, el joven emprendedor e industrioso se mantenía cantando y realizando cualquier tarea menor que le asignaran los sacerdotes. Todo lo hacía con entusiasmo y a conciencia. Pronto se distinguió como un estudiante sobresaliente y un brillante erudito.
Acabó siendo admitido en la Universidad de Praga como un caso de caridad, pero pronto fue reconocido como una de las mentes más brillantes de la universidad. En 1393, a los 24 años, Hus, el hombre pobre y desfavorecido de una oscura aldea de Bohemia, se graduó en una de las universidades más prestigiosas de Europa como el primero de su clase. Su nombre era ya muy conocido en toda Praga y, a principios del siglo XV, se había convertido en profesor de la Universidad
Transformado por la Palabra
En una ocasión, mientras hojeaba manuscritos en la biblioteca de la universidad, descubrió los escritos de Wycliffe. El énfasis que ponía Wycliffe en la primacía de la Biblia, la autoridad de las Escrituras y la centralidad de Cristo influyeron profundamente en él. Los escritos de Wycliffe lo impulsaron a estudiar diligentemente la Biblia por sí mismo. Mientras pasaba horas leyendo las Escrituras, se convenció de que la iglesia de Bohemia necesitaba un avivamiento y una reforma.
Varios años después de recibir las órdenes sacerdotales, Hus fue nombrado predicador de la Capilla de Belén de Praga. Los fundadores de esta capilla abogaban por enseñar las Escrituras en la lengua del pueblo. Cuando a través de su vigorosa predicación declaró que muchas de las creencias de la iglesia no podían conciliarse con las Escrituras, la onda de choque se propagó por toda la iglesia europea. Apoyándose únicamente en la autoridad de la Biblia, hizo un audaz llamamiento a la reforma en las vidas y creencias de sus correligionarios. Su creencia respecto a la autoridad de la Biblia puede resumirse en estas palabras: Hus estaba convencido «de que los preceptos de la Santas Escrituras transmitidos por el entendimiento han de dirigir la conciencia, o en otras palabras, que Dios hablando en la Biblia, y no la iglesia hablando por medio de los sacerdotes, era el único guía infalible».
Su fe estaba anclada en la certeza de la Palabra de Dios y no en las opiniones de los líderes de la iglesia, las tradiciones de la jerarquía eclesiástica o los vientos de la opinión popular. Las Escrituras se convirtieron en la guía suprema de su vida y en el corazón de su predicación y enseñanza.
Al continuar predicando la autoridad de la Biblia y la primacía de la lealtad a Cristo sobre la lealtad al papa de Roma, acabó siendo encarcelado por la iglesia romana y las autoridades estatales. Languideció en prisión durante meses. El frío y la humedad le provocaron una fiebre que estuvo a punto de acabar con su vida. Sin embargo, no se dio por vencido.
«El Señor lo sostuvo con su gracia. Durante las semanas de padecimientos que sufrió antes de su muerte, la paz del cielo inundó su alma. “Escribo esta carta —decía a un amigo— en la cárcel, y con la mano encadenada, esperando que se cumpla mañana mi sentencia de muerte [...]. En el día aquel en que por la gracia del Señor nos encontremos otra vez gozando de la paz deliciosa de ultratumba, sabrás cuán misericordioso ha sido Dios conmigo y de qué modo tan admirable me ha sostenido en medio de mis pruebas y tentaciones” (Bonnechose, The Reformers Before the Reformation (Nueva York: Harper and Bros., 1844), t. 3, p. 74). En la oscuridad de su calabozo previó el triunfo de la fe verdadera».
Al igual que los fieles seguidores de Dios a lo largo de los siglos, Juan Hus hizo caso de la admonición del apóstol Pablo: «Mantengamos firme, sin fluctuar, la profesión de nuestra esperanza, porque fiel es el que prometió» (Hebreos 10: 23)
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