Lección 5:
Mientras ascendía lentamente por el estrecho y sinuoso sendero alpino en el norte de Italia, la majestuosidad de las montañas, el aire puro y fresco, los campos llenos de flores y los arroyos cristalinos vigorizaron mi espíritu. Al detenerme para contemplar el impresionante paisaje, mi mente retrocedió en el tiempo. Casi 600 años antes, una banda de peregrinos formada por hombres, mujeres y niños hambrientos, cansados y congelados hasta la médula escaparon apresuradamente de sus opresores medievales por este mismo sendero.
La historia llama a ese periodo el Oscurantismo. El siglo XIII no fue benévolo con los que se oponían concienzudamente a los puntos de vista de la iglesia popular. Fueron oprimidos, perseguidos y masacrados en nombre de la religión. Encontraron refugio en estos prados montañosos, grietas rocosas y cuevas oscuras. Sentí admiración por estas personas piadosas de convicciones tan firmes. Frente a obstáculos insuperables, mantuvieron una fe que desafiaba a la muerte. Defendieron inquebrantablemente sus convicciones y estuvieron dispuestos a sacrificar sus vidas por ellas.
Tenían algo que el siglo XXI necesita imperiosamente: un propósito por el cual vivir. El renombrado psicólogo estadounidense Philip Cushman analiza la forma en que la gente vive sin propósito en nuestra próspera, egocéntrica e individualista sociedad occidental. Escribe sobre aquellos que se forjan un «yo» que termina siendo siempre una decepción de sí mismos. Sus creencias son tan superficiales, que no tienen nada por lo que merezca la pena morir, de modo que tienen poco por lo que valga la pena vivir. La fuerza que los impulsa es la necesidad de gratificación personal inmediata, que en última instancia los deja vacíos e insatisfechos.
Pero los hombres, mujeres y niños cuyos pasos yo seguía por este sendero escarpado y rocoso eran radicalmente distintos. Tenían un propósito permanente por el que valía la pena vivir. Sus creencias fundamentales formaban parte de su ADN espiritual y no estaban dispuestos a comprometer su integridad. Negar estas creencias era negar su identidad. Frente a la muerte misma, tenían una paz interior que no existe en este mundo del siglo XXI de ostentación, glamur y gratificación inmediata. Vivían con la certeza de que sus vidas estaban en manos de Dios, y de que él era suficientemente grande para resolver cualquier problema que se les presentara.
Un propósito por el cual vivir
Los reformadores protestantes tenían algo que el siglo XXI necesita imperiosamente: un propósito por el cual vivir. A través del ejemplo inspirador de los reformadores protestantes, analizaremos cómo las transformadoras enseñanzas de las Escrituras constituyen la base para alcanzar un propósito genuino y darle un verdadero sentido a la vida. Comprender estas verdades eternas nos preparará para la crisis final del gran conflicto entre el bien y el mal que se avecina. Descubriremos a un Dios que es lo bastante poderoso como para hacernos superar los retos que nos aguardan.
La Biblia era el fundamento de la fe de los reformadores. Cuando tomaban en sus manos sus páginas sagradas, sentían que estaban tocando la Palabra inspirada de Dios. Atesoraban reverentemente cada palabra. Las promesas de Dios fortalecieron su fe y renovaron su valor. Con respecto a la Palabra de Dios, Elena G. de White hace esta fascinante afirmación:
«Así sucede con todas las promesas de la Palabra de Dios. En ellas nos habla a cada uno en particular, y de un modo tan directo como si pudiéramos oír su voz. Por medio de estas promesas, Cristo nos comunica su gracia y su poder. Son hojas de aquel árbol que es “para la sanidad de las naciones” (Apocalipsis 22: 2). Recibidas y asimiladas, serán la fuerza del carácter, la inspiración y el sostén de la vida. Nada tiene semejante poder curativo. Ninguna otra cosa puede infundirnos el valor y la fe que fortalecen a todo el ser».
Los reformadores inundaron sus mentes con la Palabra de Dios. Vivieron por la Palabra, y muchos de ellos murieron por la Palabra. No eran cristianos superficiales, complacientes o descuidados, con una vida devocional superficial. Sabían que, sin la fuerza que proviene de la Palabra, no podrían resistir a las fuerzas del mal que se les oponían.
La verdad triunfa en medio de las pruebas
La gran pasión de John Wycliffe fue traducir la Biblia a la lengua inglesa para que el ciudadano común pudiera leerla y comprenderla. Sin embargo, en el siglo XIV existía una gran resistencia a la traducción y distribución de la Palabra de Dios. En respuesta a esto, Wycliffe dijo «¿Contra quién piensan que están contendiendo? —dijo al concluir—. ¿Con un anciano que está ya al borde del sepulcro? ¡No! ¡Contra la Verdad, la Verdad que es más fuerte que ustedes y que los vencerá!”». Sus palabras se cumplieron cuando la luz de la verdad divina disipó las tinieblas de la Edad Media.
En muchos aspectos, sus palabras reflejaban la seguridad del apóstol Pablo. En su Epístola a los Corintios, Pablo declara: «Pero gracias a Dios, que nos lleva siempre en triunfo en Cristo Jesús, y que por medio de nosotros manifiesta en todo lugar el olor de su conocimiento» (2 Corintios 2: 14). Pablo afrontó desafíos abrumadores en su ministerio evangelizador, pero confiaba en que la Palabra de Dios triunfaría al final. Aunque lo golpearan, lo apedrearan, naufragara y lo encarcelaran, aún podía afirmar con certeza: «Porque nada podemos contra la verdad, sino a favor de la verdad» (2 Corintios 13: 8).
Valor ante las peores adversidades
Los Reformadores enfrentaron pruebas similares, pero por fe permanecieron fieles a la Palabra de Dios. William Tyndale es un ejemplo de valentía frente a adversidades aparentemente insuperables. Se apasionó por proporcionar a los pueblos de habla inglesa del mundo una traducción exacta y legible de la Biblia. Estaba profundamente convencido de que la persona corriente nunca podría estar firme en las verdades de la Palabra de Dios sin un conocimiento de las Escrituras.
Tyndale era un erudito brillante. Estudió en la Universidad de Oxford y en la de Cambridge, y dominaba ocho idiomas: francés, griego, hebreo, alemán, italiano, latín, español y, por supuesto, inglés.
Durante una acalorada discusión, uno de los líderes de la iglesia de la época intentó convencer a Tyndale de que las enseñanzas y tradiciones de la iglesia eran superiores a las enseñanzas de la Palabra de Dios. El pomposo prelado argumentó que la persona común y corriente no podía comprender las Escrituras. Tyndale respondió: «Si Dios me concede vivir muchos años, conseguiré que cualquier joven que trabaje el arado sepa más de las Escrituras que usted».
Fiel a su palabra, Tyndale comenzó la traducción de las Escrituras al inglés. En Inglaterra fue objeto de una fuerte oposición, así que viajó al continente europeo y, refugiándose durante un tiempo en Alemania, continuó su labor de traducción.
En una ocasión, un importante cargamento de Biblias fue enviado en secreto a Inglaterra. Tyndale se las había enviado a un amigo librero. Pero en aquella época, los puertos ingleses eran minuciosamente registrados por las autoridades para descubrir cualquier material de contrabando, incluida la prohibida Biblia en inglés. Poco después de que llegaron, el obispo de Durham compró todo el cargamento de Biblias con el propósito de destruirlas. Pensó que esto entorpecería enormemente la labor de Tyndale. Pero Dios actuó de forma misteriosa. El dinero del obispo se utilizó para comprar más papel para elaborar una Biblia de mejor calidad y contribuyó a promover la causa de la verdad en lugar de entorpecerla.
Más tarde, cuando Tyndale fue juzgado por su fe, le pidieron los nombres de los que apoyaban su trabajo. Se le prometió la libertad si divulgaba los nombres de quienes lo apoyaron y le proporcionaron los fondos para que su obra siguiera adelante. Se limitó a responder que el obispo de Durham había hecho más que nadie por la causa de la verdad, ya que pagó un precio muy alto por todas las Biblias que quedaban.
La verdad triunfó. Cientos de las traducciones de la Biblia que se imprimieron en Worms, Alemania, se introdujeron secretamente en Inglaterra y se distribuyeron entre las personas que ansiaban conocer la verdad. Aunque muchos ejemplares de la Biblia fueron confiscados y quemados públicamente, las imprentas de Alemania siguieron produciendo más ejemplares para la ávida población inglesa.
En 1535, Tyndale fue arrestado; en 1536, fue juzgado en Bélgica. Fue condenado por herejía y sentenciado a morir en la hoguera. Sus verdugos lo estrangularon mientras lo ataban a la hoguera. Sus últimas palabras las pronunció con vehemencia y en voz alta, y se dice que fueron: «Señor, abre los ojos del rey de Inglaterra».
Dios respondió milagrosamente la oración de
Tyndale. A los cuatro años de su muerte, se publicaron cuatro traducciones de
la Biblia en inglés. En 1611 se imprimió la versión King James de la Biblia.
Los 47 eruditos que elaboraron la obra se basaron en gran medida en la anterior
traducción al inglés de Tyndale. Una estimación sugiere que el Antiguo
Testamento de la King James de 1611 tiene un 76% de la traducción de Tyndale y
el Nuevo Testamento un 84%.
En 2011, la King James celebró su cuarto
centenario. Ha influido en decenas de millones de personas de todo el mundo. El
sacrificio de William Tyndale valió la pena.
Por difíciles o desafiantes que fueran las circunstancias, Tyndale, junto con sus colegas cristianos creyentes en la Biblia, tenía fe en que Dios estaba en su trono y en que él llevaría todo a cabo según su voluntad. Aunque Tyndale cayó traicionado en manos enemigas, fue encarcelado durante meses y sufrió la muerte de un mártir; la obra de Tyndale sigue inspirando a millones de personas hoy en día. Al igual que este fiel Reformador, nosotros también podemos seguir influyendo en la gente, incluso después de morir.
Los movimientos de Dios avanzan con el poder del
Espíritu Santo a pesar de afrontar una férrea oposición. Dios rara vez utiliza
a una persona para iniciar un movimiento mundial. Él mueve los corazones de
hombres y mujeres de distintos lugares para que defiendan su verdad.
Utiliza a muchas personas para proclamar un mensaje singularmente diseñado para ese momento específico de la historia. Dios utilizó a los valdenses, Hus, Wycliffe y Tyndale para transmitir conocimientos divinos específicos para su época. Se apoyaron en el trabajo de los creyentes que los precedieron y prepararon al mundo para la llegada de uno de los mayores reformadores: Martín Lutero.
Iluminado por el Espíritu
Un día, mientras estudiaba en la biblioteca de la
universidad en Erfurt (Alemania), Martín Lutero llegó a un punto decisivo en su
vida.
Descubrió un ejemplar de la Biblia en latín.
Ignoraba que tal libro existía. Con puro deleite, fue leyendo capítulo tras
capítulo, versículo tras versículo. Le asombró la claridad y el poder de la
Palabra de Dios. Mientras estudiaba detenidamente sus páginas, el Espíritu
Santo iluminó su mente. Verdades oscurecidas por la tradición parecían saltar
de las páginas de la Sagrada Escritura. Al describir su primera experiencia con
la Biblia, escribió: «¡Ah! ¡si Dios quisiese darme para mí otro libro como este!».
A medida que Lutero pasaba horas estudiando la Palabra de Dios, su mente se iba abriendo a la guía del Espíritu. Sintió que el mismo Espíritu Santo que inspiró a los escritores de la Biblia a escribir la Palabra de Dios capacitaba al lector para comprenderla.
Al igual que los Reformadores que lo precedieron, creía que el Espíritu Santo era el intérprete infalible de la Biblia, y no los sacerdotes, prelados y papas. Mientras seguía estudiando la Biblia, desarrolló un sentido de la santidad de Dios y de su propia indignidad. Anhelaba una vida piadosa y recta, pero se sentía débil e incapaz de cumplir las justas normas de Dios.
Su propia insuficiencia y fragilidad humana lo desanimaban profundamente. Cuanto más reflexionaba sobre su pecaminosidad, más se desanimaba. Parecía que no podía hacer nada para cumplir las justas exigencias de Dios. Ayunó. Practicó la abnegación. Se flageló el cuerpo. Rezó y rezó más, pero parecía que no podía complacer a Dios con todas sus obras monásticas.
En ese momento en el que se encontraba al borde del agotamiento físico, mental, emocional y espiritual, Dios trajo a su vida a un mentor piadoso. Este devoto sacerdote aconsejó a Lutero que apartara la mirada de sí mismo y la dirigiera a Jesús. «Confía en él, en la justicia de su vida», le dijo, confiando en la gracia que emana de la cruz para expiar sus pecados, perdonar su culpa y pagar por completo su iniquidad. Johann von Staupitz compartió con Lutero el significado de la gracia y, por primera vez en su vida, Lutero empezó a comprender la realidad divina de que, aunque era un gran pecador, Jesús era un gran Salvador.
Aunque sus pecados eran muchos, la gracia de Dios era suficiente, más que suficiente, para perdonarlos todos y permitirle vivir una vida recta. Su espíritu se llenó de paz. La alegría llenó su corazón. La gracia de Dios era suficiente para satisfacer las justas demandas de la ley. Amanecía un nuevo día. La luz de la gracia de Dios, la majestad de su amor y la revelación de su bondad penetraron en las tinieblas del alma desalentada de Lutero. Jamás volvió a ser el mismo y el mundo que lo rodeaba tampoco.
El legado de la Reforma
Junto con el resto de los Reformadores, la voz de Lutero resuena a través de los siglos, extendiéndose a los que vivimos en el siglo XXI. Es un toque de diana a ser fieles a la Palabra de Dios. Es un llamamiento a que fundamentemos la salvación en Cristo y únicamente en Cristo. El mensaje de la Reforma nos saca del egocentrismo de nuestra propia vida y nos lleva a confiar plenamente en Jesús como Autor de nuestra salvación. A través de la salvación por la gracia, se nos capacita para vivir una vida piadosa y obediente, regocijándonos en el regalo de su salvación.
Maravillados por la gracia de Jesús y encantados por su amor, no deseamos nada más que servirle. No podemos hacer menos por Aquel que hizo tanto por nosotros. El deber se convierte en un deleite, y el sacrificio en un placer. La obediencia es nuestra respuesta natural al regalo de la salvación que él nos ofrece. Nuestro mayor gozo es alegrar el corazón de Aquel que pagó un precio infinito por nuestra salvación.
Hoy, Jesús te ofrece la salvación. ¿La recibirás? Él anhela darte paz, felicidad y vida eterna.
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