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Lección 8: LUZ DESDE EL SANTUARIO | El Gran conflicto | Libro complementario

Lección 8:

LUZ DESDE EL SANTUARIO

Cuando Cristo no regresó como se esperaba en 1844, los creyentes adventistas se sintieron profundamente decepcionados. Poco después de que pasara el periodo profético, Hiram Edson, uno de los primeros creyentes adventistas, escribió: "Nuestras más caras esperanzas y expectativas fueron barridas, y nos sobrevino un deseo de llorar como nunca antes habíamos experimentado. La pérdida de todos los amigos terrenales no se hubiera comparado con lo que sentimos entonces. Lloramos y lloramos hasta que el día amaneció"1 A primera hora de la mañana siguiente, el 23 de octubre de 1844, Edson reunió a un pequeño grupo de milierítas en su granero para orar. Tras este momento de oración, acompañado por su amigo Owen Crosier, decidió visitar a algunos de sus vecinos milierítas y animarlos. Mientras caminaban por el maizal, Edson se detuvo en seco y "se quedó mirando fijamente al frente. Preguntándose qué ocurría, Crosier le gritó, preguntándole por qué se había quedado congelado tanto tiempo. Edson respondió: "El Señor estaba respondiendo nuestra oración matutina, dándonos luz respecto a la decepción que sufrimos".50

Más tarde explicó que, mientras caminaba, sintió como si le hubieran puesto una mano en el hombro. Le impresionó profundamente la idea del ministerio de Cristo en el Santuario celestial. Fue como si Dios le hubiera dado una visión de la verdad, y empezó

a comprender que al final de la profecía de los 2.300 días, Jesús entró en el Lugar Santísimo del Santuario celestial para comenzar la obra del juicio. Un estudio diligente y en oración de las Escrituras confirmó que lo que Edson experimentó aquel día en el maizal era realmente cierto.

El amanecer de la verdad: los dos santuarios

Cuando los primeros creyentes adventistas estudiaron detenidamente las Escrituras en los meses que siguieron a 1844, comprendieron que en la Biblia se mencionan dos santuarios: el que construyó Moisés y el gran Santuario original del cielo. Dirigiéndose a los israelitas por medio de Moisés, Dios dijo: "Me harán un santuario, para que yo habite entre ellos" (Éxo. 25:8). Este Santuario terrenal prefiguraba el plan de salvación. Cada ofrenda representaba a Jesús ofreciendo su vida por nosotros. Cuando un israelita llevaba su sacrificio al Santuario, colocaba las manos sobre la cabeza del sacrificio y confesaba sus pecados, el pecado se transfería simbólicamente del pecador al sacrificio, que representaba a Jesús, el Portador de nuestro pecado. Por eso, Juan el Bautista señaló a Cristo y dijo: "¡Este es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo!" (Juan 1:29). El apóstol Pedro añade: "Cristo mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo sobre la cruz, para que nosotros muramos al pecado y vivamos una vida de rectitud. Cristo fue herido para que ustedes fueran sanados" (1 Ped. 2:24, DHH).

Cuando el pecador acudía al Santuario, cargaba con la vergüenza, la culpa y la condena del pecado. Pero cuando salía del Santuario después de confesar sus pecados y degollar el sacrificio, salía libre/La culpa se transfería al sacrificio y, a través del sacerdote, al Santuario. Jesús, el Cordero moribundo, carga con nuestra culpa; por eso, el apóstol Pablo pudo escribir en Romanos 8:1: "Ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús".

La gloriosa verdad del evangelio es que Jesús, el Cordero, cargó con la culpa de nuestros pecados para que nosotros estuviéramos libres de la condenación y fuéramos justos ante sus ojos. Mediante el sacrificio de Cristo, somos libres de la condenación del pecado. El perdón es nuestro.

El Santuario nos enseña que Jesús no solo es el Cordero que muere por nuestros pecados, sino también nuestro Sacerdote vivo. Así como el sacerdote terrenal entraba en el Santuario de Israel para rociar la sangre del sacrificio ante el velo que separaba el Lugar Santo y el Lugar Santísimo, Jesús, nuestro Sumo Sacerdote, ha entrado en el mismo cielo para aplicar los beneficios de su expiación en la cruz a cada uno de nosotros personalmente. "Por eso Jesús puede salvar perpetuamente a los que por medio de él se acercan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder por ellos" (Heb. 7:25). Nos invita a acercarnos "confiadamente al trono de la gracia, para alcanzar misericordia y hallar gracia para el oportuno socorro" (Heb. 4:16).

El ministerio de Jesús en el Santuario celestial es para nosotros. Como resultado de su intercesión, el dominio del pecado sobre nuestra vida queda roto. Ya no estamos sometidos ni esclavizados a nuestra naturaleza pecaminosa. En Cristo somos libres; libres de la condena del pecado y libres del control del pecado.

Los primeros adventistas encontraron en el mensaje del Santuario a un Jesús que era más maravilloso de lo que jamás hubieran podido imaginar. En Cristo, descubrieron a un Salvador que murió por ellos; y, en el Santuario del cielo, a un Salvador que vivía por ellos. Sus corazones se maravillaron ante su gracia, se regocijaron en su bondad y se sintieron abrumados por su amor.

Un modelo a escala El Santuario terrenal que construyó Moisés, con sus servicios terrenales, era un modelo a escala del gran original del cielo. Seguía el modelo del Santuario celestial (Éxo. 25:40). Los servicios del Santuario terrenal prefiguraban los servicios del plan de salvación de Dios. Refiriéndose al Santuario celestial, el apóstol Pablo afirma: "Lo principal de lo que venimos diciendo es que tenemos un Sumo Sacerdote que se sentó a la diestra del trono de la Majestad en el cielo; y es ministro del santuario, de aquel verdadero santuario que levantó el Señor y no el hombre" (Heb. 8:1, 2).

Según la Biblia, hay dos santuarios. El de la Tierra, que construyó Moisés, era una copia en miniatura del gran Santuario original del cielo. Elena de White aclara este punto en El conflicto de los siglos:

Las Escrituras responden con claridad a la pregunta: ¿Qué es el Santuario? La palabra "santuario", tal cual la usa la Biblia, se refiere, en primer lugar, al tabernáculo que construyó Moisés como una copia de las cosas celestiales; y, en segundo lugar, al "verdadero tabernáculo" en el cielo, hacia el cual señalaba el Santuario terrenal. Muerto Cristo, terminó el ritual típico. El "verdadero tabernáculo" en el cielo es el Santuario del nuevo pacto. Y como la profecía de Daniel 8:14 se cumple en esta dispensación, el Santuario al cual se refiere debe ser el Santuario del nuevo pacto. Cuando terminaron los 2.300 días, en 1844, hacía muchos siglos que no había Santuario en la Tierra. De manera que la profecía: "Hasta dos mil y trescientas tardes y mañanas; entonces será purificado el santuario", se refiere indudablemente al Santuario que está en el cielo.2

Los servicios del Santuario: el servicio diario y el servicio anual

En el Santuario terrenal se celebraban dos servicios: el servicio diario y el servicio anual. Cada uno de estos servicios cumplía una función distinta. Todos los días se ofrecían sacrificios en el atrio del Santuario terrenal. Los sacerdotes ministraban en el atrio exterior todos los días y luego entraban en el primer departamento del Santuario, conocido como el Lugar Santo. Se confesaban los pecados y, por medio de la sangre, se los llevaba al primer departamento del Santuario. En este servicio diario, estos pecados confesados se transferían a través del sacerdote al Santuario. En consecuencia, el Santuario terrenal quedaba contaminado por el pecado que había sido transferido a él a través de la confesión de los pecados de los israelitas; razón por la cual, una vez al año, se celebraba el servicio del Día de la Expiación. Únicamente el sumo sacerdote podía entrar en el Lugar Santísimo una vez al año, durante el Día de la Expiación, para realizar la obra de limpieza del Santuario.

El Santuario formaba parte de la vida de la gente todos los días del año, pero el Día de la Expiación todas las miradas se volvían hacia él. Levítico 16 y 23 dan instrucciones expresas para los israelitas sobre el Día de la Expiación. Cesaba toda actividad cotidiana. Todos ayunaban. Los que vivían lejos oraban mirando hacia el Santuario o, como en los días del templo de Salomón, lo hacían mirando hacia Jerusalén. Los que vivían a corta distancia acudían en persona. La gente se reunía alrededor del Santuario y observaba la ceremonia con gran interés, pero eran algo más que espectadores. Mientras el sumo sacerdote entraba ante la presencia de Dios por ellos, el pueblo examinaba sus corazones. Buscaban a Dios con humildad y confesión sincera. Comprendieron que la purificación del Santuario era un llamado al arrepentimiento profundo y a la limpieza del corazón. Era un día de juicio.

Cualquiera que no estuviera "afligido" el Día de la Expiación sería "eliminado", dejaría formar parte del pueblo elegido (Lev. 23:27, 29). En el Día de la Expiación, la sangre del macho cabrío del Señor se llevaba al Santuario y, tras rociarla sobre el propiciatorio, el sumo sacerdote tocaba con ella los cuernos del altar de oro y del altar de bronce, limpiando por completo todo el Santuario. Una vez que había "acabado de expiar" (Lev. 16:20), el sumo sacerdote ponía las manos sobre el macho cabrío vivo y confesaba los pecados de Israel. Seguidamente, "un hombre designado" conducía el macho cabrío al desierto para separarlo del campamento para siempre (vers. 21, NVI). Así, los pecados eran trasladados fuera del Santuario y colocados sobre la cabeza del macho cabrío que representaba a Satanás, responsable final de todo pecado. Dios tenía ahora el Santuario y el pueblo limpios.

En el servicio celestial, Cristo se presenta por nosotros en el templo del cielo; primero, en el Lugar Santo y, finalmente, en el Lugar Santísimo. En el antiguo tabernáculo, los sacerdotes repetían la ronda de servicios año tras año, pero el último día de la expiación en el Santuario celestial, Cristo aparece para su obra final de expiación.

Aunque la expiación se completó en la cruz, la purificación del Santuario elimina el pecado para siempre. El apóstol Pablo afirma esta verdad eterna con estas palabras:

Fue, pues, necesario que la copia de las realidades celestiales fuese purificada con esos sacrificios; pero las realidades celestiales mismas requieren mejores sacrificios que estos. Porque Cristo no entró en el santuario hecho por mano de hombre, que era solo copia del santuario verdadero, sino que entró en el mismo cielo, donde ahora se presenta por nosotros ante Dios. Tampoco entró para ofrecerse muchas veces a sí mismo, como entra el sumo sacerdote en el lugar santísimo cada año con sangre ajena. Si así fuera, Cristo hubiera tenido que sufrir muchas veces desde la creación del mundo. Pero ahora, al final de los siglos, se presentó una sola vez para siempre, para quitar el pecado, por medio del sacrificio de sí mismo (Heb. 9:23-26).

Los primeros adventistas comprendieron el paralelismo existente entre la purificación del Santuario terrenal en el Día de la Expiación y la purificación del Santuario celestial en la obra final del juicio. Reconocieron la seriedad del tiempo en que vivían y salieron a proclamar la venida de Jesús en el contexto de la hora del juicio. Elena de White escribió:

Estamos viviendo ahora en el gran Día de la Expiación. Cuando en el servicio típico el sumo sacerdote hacia la expiación por Israel, todos debían afligir sus almas por medio del arrepentimiento de sus pecados y la humillación ante el Señor, si no querían verse separados del pueblo. De la misma manera, todos los que desean que sus nombres sean conservados en el libro de la vida, deben ahora, en los pocos días que les quedan de este tiempo de gracia, afligir sus almas ante Dios con verdadero arrepentimiento y dolor por sus pecados. Hay que escudriñar honda y sinceramente el corazón. Hay que extirpar el espíritu liviano y frívolo al que se entregan tantos cristianos de profesión. Empeñada lucha espera a todos aquellos que quieran subyugar las malas inclinaciones que tratan de dominarlos. La obra de preparación es una obra individual. No somos salvados en grupos. La pureza y devoción de uno no suplirá la falta de estas cualidades en otro. Si bien todas las naciones deben pasar en juicio ante Dios, sin embargo, él examinará el caso de cada individuo con un escrutinio tan estricto y minucioso como si no hubiese otro ser en la Tierra. Cada uno tiene que ser probado y encontrado sin mancha, ni arruga, ni cosa semejante.3

El mensaje del Santuario nos ayuda a entender el plan de la salvación de una manera más plena.

La intercesión de Cristo en beneficio del hombre en el Santuario celestial es tan esencial para el plan de la salvación como lo' fue su muerte en la cruz. Por medio de su muerte dio inicio a esa obra para cuya conclusión ascendió al cielo después de su resurrección. Por la fe debemos entrar velo adentro, "donde Jesús entró por nosotros como precursor" (Heb. 6:20). Allí se refleja la luz de la cruz del Calvario. Allí podemos obtener un discernimiento más claro de los misterios de la redención. La salvación del hombre se lleva a cabo a un precio infinito para el cielo; el sacrificio hecho se corresponde con las más amplias exigencias de la ley de Dios quebrantada. Jesús abrió el camino al trono del Padre, y a través de su mediación pueden ser presentados ante Dios los deseos sinceros de todos los que se allegan a él con fe.4

El plan de salvación supone un plan completo para rescatar a este planeta de las garras del maligno. La vida de Jesús reveló el amor que Dios tiene por un mundo que espera y un universo que observa. Su muerte proporcionó la salvación, plena y gratuita, a toda la humanidad. Su intercesión en el Santuario celestial concede los beneficios de la expiación a todo aquel que se acerque con fe para recibirlos. Y todo el plan de salvación alcanza su punto culminante en el juicio, cuando el pecado queda definitiva y plenamente eliminado para siempre.


1 Elena de White, Cristo en su santuario, p. 8. 2 lj1 Elena de White, El conflicto de los siglos, p. 469. 3 Ibíd., pp. 543, 544. 4 u Ibíd., p. 543.

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