- ¿Por qué me amas? –le preguntó cierta señorita a su prometido. –Simplemente, te amo –respondió él sin expresar ninguna emoción.
–¿Qué quieres decir? –insistió ella–. ¿Por qué me amas a mí y no a otra mujer?
–Te amo simplemente porque decidí amarte a ti y no a otra –respondió él.
–¿No hay ninguna razón más que tu decisión de amarme? –insistió ella.
–Ninguna... excepto mi propia disposición amorosa –responde él con calma.
Exasperada, ella respondió: –¿Qué es lo que amas de mí?
–No amo nada de ti en particular. Simplemente, te amo. Es decir, te hago regalos, te doy cobijo y te soy fiel. ¿Qué más puedes pedir?
Momentáneamente sin palabras, ella intentó un enfoque diferente:
–¿Quieres saber por qué te amo?
–No –respondió él–. Me da igual por qué me amas. De hecho, me da igual si me amas o no.
¿Y si el amor de Dios hacia nosotros fuera así? Extrañamente, a veces se afirma que su amor es desinteresado, que se limita a dar sin recibir, que es un amor unidireccional. Sin embargo, las Escrituras presentan un cuadro muy diferente.
Amamos porque él nos amó primero: El amor universal de Dios
Si Dios no nos amara por pura gracia, no podríamos amar. De hecho, ni siquiera existiríamos. Dios es la fuente primaria del amor. Sin él, no puede haber amor.
Dios nos atrae hacia él con infinito amor y bondad: «Con amor eterno te he amado», declara Dios, «por eso te atraje con bondad» (Jer. 31:3; cf. Rom. 2:4). Así pues, «el amor viene de Dios» y «nosotros lo amamos a él porque él nos amó primero» (1 Juan 4:7, 19). El amor de Dios hacia nosotros es anterior a cualquier acción humana y siempre es inmerecido.
Antes de cualquier acción humana, «bueno es el Señor con todos, y con ternura cuida todas sus obras» (Sal. 145:9; cf. 100:1, 5). «De su constante amor [en hebreo hesed] está llena la tierra» (Sal. 33:5; cf. 36:7; 117:1, 2; 119:64; 145:8, 9).
Dios ama a todos y «desea que todos los hombres sean salvos y vengan al conocimiento de la verdad» (1 Tim. 2:4; cf. 2:6). Él «no quiere que ninguno perezca, sino que todos procedan al arrepentimiento» (2 Ped. 3:9; ver también Eze. 18:23, 32; 33:11; cf. Hech. 10:34, 35; Rom. 1:5; 1 Tim. 4:10). «Porque de tal manera amó Dios al mundo, que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Juan 3:16; cf. Rom. 5:8, 10). Las Escrituras enseñan repetidamente que el amor de Dios es eterno, que «su amor es para siempre» (por ejemplo, Sal. 136).
Los beneficios del amor compasivo de Dios pueden perderse
Aunque Dios ama a todos por igual y su amor no tiene fin, no todos aman a Dios. Dios invita a todos a entablar una relación de amor con él, pero algunos se niegan a ello. Jesús contó la parábola de un hombre que debía al rey diez mil talentos. Según Mateo 20:2, un denario era una remuneración diaria justo para un trabajador común. A su vez, un talento equivalía a unos seis mil denarios. Eso significa que un jornalero común habría tenido que trabajar unos seis mil días para ganar un talento. A razón de seis días laborales por semana, un jornalero común podía trabajar unos trescientos días al año (o menos, si se descuentan los días dedicados a las celebraciones religiosas). En el mejor de los casos, el trabajador común podía ganar trescientos denarios al año. De ser así, tardaría veinte años en ganar un solo talento. En términos actuales, supongamos que un trabajador ordinario ganara cien dólares al día. De ser así, un solo talento (seis mil denarios) equivaldría aproximadamente a seiscientos mil dólares. Pero este hombre le debía a su rey mucho más que eso: diez mil talentos. Eso equivaldría aproximadamente a ¡seis mil millones de dólares!
Por supuesto, el hombre no pudo pagar su deuda, así que el rey ordenó que lo vendieran a él y todo lo que tenía. Pero el siervo «se postró y le suplicó: “Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo”» (Mat. 18:26). Nota que el hombre pidió paciencia al rey y prometió pagarle todo. Pero, como ya se ha dicho, si habría tardado unos veinte años en ganar un solo talento, y debía diez mil; ¡habría necesitado trabajar doscientos mil años para conseguir esa suma!
Obviamente, el siervo nunca podría pagar su deuda al rey, y este lo sabía. Sin embargo, ante la súplica del hombre, «el señor, movido a compasión, lo soltó y le perdonó la deuda» (vers. 27).
¡Le perdonó el equivalente a doscientos mil años de salario! ¡Qué increíble compasión!
¿Merecía eso el deudor? En absoluto. Le fue concedido sin condiciones.
Pero, entonces, ese mismo siervo halló un consiervo «que le debía cien denarios. Trabó de él y lo ahogaba, diciendo: “Págame lo que me debes”. Entonces su consiervo se postró a sus pies y le rogó: “Ten paciencia conmigo y te lo pagaré todo”. Pero él no quiso, sino que lo echó en la cárcel hasta que pagara la deuda» (vers. 28-30).
Solo le debían cien denarios, cien días de salario. Y a él le acababan de perdonar doscientos mil años de salario. Sin embargo, en vez de mostrar a su consiervo siquiera una fracción de la gracia que él había recibido, lo envió a la cárcel.
Cuando el rey se enteró de esto, llamó a este siervo que no perdonaba y le dijo: «“Siervo malvado, toda aquella deuda te perdoné porque me rogaste. ¿No debías tú también haberte compadecido de tu consiervo como yo me compadecí de ti?”» (vers. 32, 33). Y fue entregado para ser castigado «hasta que pagara todo lo que le debía» (vers. 34).
La enorme deuda que se le había perdonado a este siervo fue, pues, restablecida porque se negó a perdonar la deuda mucho menor de otro. Perdió el perdón que había recibido por la respuesta que dio a su consiervo.
«Así también hará con ustedes mi Padre celestial si no perdonan de corazón cada uno a su hermano» (vers. 35), explicó Jesús. Al igual que este rey, Dios ofrece gratuitamente amor y misericordia a los seres humanos, sin condiciones; pero es posible perder esa misericordia por la forma en que respondemos al don de Dios.
Esta es la enseñanza constante de las Escrituras. Otro ejemplo de ello es la respuesta divina a la atroz rebelión de su pueblo: «He quitado mi bendición, mi amor y mi compasión de este pueblo» (Jer. 16:5; cf. Ose. 9:15; Sal. 89:49). Del mismo modo, Pablo escribe acerca de «la bondad y la severidad de Dios: la severidad con los que cayeron; y la bondad contigo, si permaneces en la bondad. De otra manera, tú también serías cortado» (Rom. 11:22). En consecuencia, Judas exhorta: «Manténganse en el amor de Dios, mientras esperan que la misericordia de nuestro Señor Jesucristo les dé la vida eterna» (Jud. 21). Es, pues, «posible que los cristianos no permanezcan en el amor de Dios». 15 Dios nunca impone su amor a nadie.
El Sol brilla sobre todos, pero yo puedo protegerme del Sol si quiero. Podría encerrarme en un sótano sin ventanas para que sus rayos no me alcancen. El Sol no dejaría de brillar, pero yo podría rechazar los beneficios de la luz solar. Del mismo modo, el amor de Dios brilla sobre todos, pero podemos rechazar los beneficios de una relación de amor con él.
Amor pactual: El amor de Dios supone reciprocidad
El amor de Dios brilla sobre todos, pero Dios también invita a cada persona a una relación de amor especial y recíproca: el amor pactado. A lo largo de las Escrituras, el amor divino hacia los seres humanos conlleva la expectativa de que estos correspondan a Dios y entre sí.
Es mucho lo que depende de cómo respondan los seres humanos a las amorosas instrucciones y mandamientos de Dios en el contexto del amor pactado. Deuteronomio 7:12 y 13 dice lo siguiente acerca del pueblo con el que Dios hizo pacto: «El Señor tu Dios guardará contigo su pacto y su constante amor [hesed], que con juramento prometió a tus padres. Te amará [ahav], te bendecirá y te multiplicará». De manera semejante, Dios dice lo siguiente de sí mismo: «Trato con invariable amor [hesed] por mil generaciones a los que me aman y guardan mis mandamientos» (Éxo. 20:6).
El término hebreo hesed, a menudo traducido como «bondad amorosa» o «amor firme» de Dios, es uno de los más bellos de la Escritura, tan rico que un comentarista expresó lo siguiente acerca de él: «Hesed no puede ser adecuadamente traducido con menos de un párrafo». 16 En pocas palabras, hesed se refiere al amor característico de la alianza o pacto, el amor en el contexto de una relación de compromiso mutuo de acuerdo con las virtudes más elevadas (lealtad, bondad, amabilidad), que cumple y supera todas las expectativas y que a menudo se manifiesta en la misericordia y el perdón. 17
En armonía con ello, Jesús dijo lo siguiente: «El que tiene mis mandamientos, y los guarda, ese es el que me ama [agapaō]. Y el que me ama [agapaō] será amado [agapaō] por mi Padre; y yo lo amaré [agapaō], y me manifestaré a él» (Juan 14:21). «Porque el mismo Padre los ama [fileō], ya que ustedes me han amado [fileō] a mí» (Juan 16:27).
En estos casos de amor recíproco, disfrutar de los beneficios especiales del amor de Dios está condicionado a si uno corresponde a ese amor. Dios ama a todas las personas (ver, por ejemplo, Juan 3:16) y les otorga bendiciones provenientes de su amor, pero también nos invita a manifestar ese mismo tipo de amor tanto a él como a sus otros hijos, lo que representa una forma indirecta de amarlo.
Si demuestras tu amor hacia mi hijo al ayudarlo, estás de esa manera también demostrándome amor. De hecho, hacer algo amoroso para ayudar a mi hijo sería en muchos sentidos una mayor demostración de amor hacia mí que si me amaras directamente. Del mismo modo, cuando mostramos compasión y amor a los demás, estamos amando indirectamente a Dios. Primera de Juan 4:7 y 8 dice lo siguiente: «Amados, amémonos unos a otros, porque el amor viene de Dios. El que ama, ha nacido de Dios y conoce a Dios. El que no ama no conoce a Dios, porque Dios es amor». La mayor manifestación del amor de Dios consistió en enviar a Cristo para salvarnos. «Si Dios nos ha amado tanto, nosotros también debemos amarnos unos a otros» (vers. 11). En efecto, «el que ama a Dios debe amar también a su hermano» (vers. 21).
Como hemos visto, Dios ama a sus hijos con un «amor eterno» y atrae a los seres humanos a una relación con él. Las Escrituras enseñan repetidamente que el amor de Dios es eterno, que «su amor es para siempre» (por ejemplo, Sal. 136). De hecho, su amor no tiene fin.
Nuestra respuesta al amor
Sin embargo, los beneficios especiales de una relación de amor con Dios dependen de la forma en que los seres humanos respondan a su amor. De hecho, «el amor [jésed] de Dios siempre será el mismo; Dios ama a quienes lo honran, y siempre les hace justicia a sus descendientes, a los que cumplen fielmente su pacto y sus mandamientos» (Sal. 103:17, 18, RVC).
El amor de Dios es anterior a cualquier acción, mérito o valor humano. Es imposible ganar o merecer el amor de Dios. Sin embargo, Dios impone condiciones para la recepción y continuidad de los beneficios de una relación de amor con él. Aquí es crucial reconocer que algo puede ser condicional, pero inmerecido y no obtenido mediante méritos o esfuerzos. Por ejemplo, alguien que gana un sorteo y debe cumplir ciertas condiciones menores para recibir el premio no se hace acreedor a este por el hecho de cumplir esas condiciones. Esa persona tiene que demostrar que es el ganador del premio y aceptarlo para recibirlo, pero eso no significa que el premio sea el resultado de algún mérito o esfuerzo suyo.
Del mismo modo, quienes reciben la salvación y otras bendiciones como resultado de estar en una relación de amor con Dios, no las merecen, sino que aceptan los dones de Dios por la fe. La salvación y esos otros beneficios están condicionados a la forma en que los seres humanos respondan al amor y la gracia ofrecidos por Dios por pura gracia y antes de cualquier condición, pero que pueden ser rechazados. Como explica Peter C. Craigie acerca de la relación pactual de Dios con su pueblo en el Antiguo Testamento, las bendiciones divinas estaban «supeditadas a la obediencia», pero eso «no significaba que la obediencia los hacía merecedores de la bendición divina, sino que la obediencia mantenía la debida relación de pacto con Dios. Su pueblo solo podía experimentar la bendición de Dios cuando la relación de pacto, que implicaba responsabilidades recíprocas, era adecuadamente preservada». 18
El amor divino es un don que los seres humanos no pueden ganar ni merecer. Sin embargo, Dios espera que respondamos a su amor amándolo y amando a los demás. En este caso, el amor previo de Dios capacita a los seres humanos para responder con amor (ver, por ejemplo, 1 Juan 4:19), y Dios media en nuestra imperfecta respuesta amorosa para que esta sea aceptable (ver, por ejemplo, 1 Ped. 2:5). William Hendriksen comenta al respecto: «El amor de Dios ocurre antes y después del nuestro», y «en eso radica su belleza: primero, al preceder nuestro amor, crea en nosotros el anhelo de guardar los preceptos de Cristo; luego, posteriormente a nuestro amor, ¡nos recompensa por guardarlos! Nada puede ser más glorioso que semejante acuerdo». 19
__________ 15. Donald A. Carson, «Love», en New Dictionary of Biblical Theology, ed. por T. D. Alexander (Downers Grove, IL: InterVarsity, 2000), p. 648. Ver también John C. Peckham, The love of God, pp. 147-190.
16. Donald Gowan, Theology in Exodus (Louisville, KY: Westminster John Knox, 1994), p. 236.
17. Ver John C. Peckham, Love of God, pp. 81–86; ver también Katharine Doob Sakenfeld, «Love: Old Testament», en Anchor Bible Dictionary, ed. por David N. Freedman (Nueva York: Doubleday, 1992), t. 4, pp. 377–380.
18. Peter C. Craigie, The book of Deuteronomy (Grand Rapids, MI: Eerdmans, 1976), p. 180.
19. William Hendriksen, The Gospel according to John (Grand Rapids, MI: Baker, 1953), t. 2, pp. 281, 282; el énfasis está en el original.
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