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Lección 3: PARA AGRADAR A DIOS | El amor de Dios y su justicia | Libro complementario

Lección 3:

DIOS ¿SE COMPLACE EN NOSOTROS?

El día de mi cumpleaños me desperté temprano al sentir un movimiento brusco en mi colchón. Allí estaba mi querido hijo Joel, quien entonces tenía cuatro años, con un paquete mal envuelto en sus manos y exclamando: «¡Feliz cumpleaños, papá!».

Imagina que yo le hubiera dicho: «No me importa tu regalo. No hay nada que puedas darme que no pueda conseguir por mí mismo. El regalo en ese paquete fue pagado con mi dinero, así que en realidad no me estás regalando nada. Mejor quédate con tu pésimo regalo. No lo necesito ni lo quiero, pero sí te quiero a ti».

¿Qué pensarías de mí? Me vienen a la mente palabras como desalmado, frío e insensible.

¿Crees que Dios ve así las ofrendas que le damos? Después de todo, ¿de qué carece Dios? ¿Cómo puedes hacer un regalo a Dios si él no necesita nada y todo le pertenece? (Hech. 17:25)

¿El Dador que nunca recibe?

Dios ¿puede recibir además de dar? ¿Puede Dios sentirse complacido por su pueblo? Algunos teólogos afirman que Dios otorga bendiciones valiosas, pero que no puede recibir nada que sea realmente de valor. Afirman que el amor de Dios es independiente de la valoración, evaluación o deleite característico de las criaturas.

Este punto de vista suele ser defendido por tres razones. En primer lugar, algunos creen que Dios no puede verse influido o afectado por nada externo a él. Por lo tanto, es imposible que alguien pueda dar a Dios algo valioso. John Piper escribe: «La declaración “Dios es amor” significa que, por la plenitud misma de su naturaleza, Dios no puede ser servido (en el sentido de que necesita algo o a alguien), sino que es quien atiende pródigamente a su Creación. Por definición, Dios no puede ser enriquecido, sino que es quien enriquece a otros». 20

En segundo lugar, muchos afirman que el amor puro debe ser totalmente abnegado y que, por lo tanto, recibir algo en respuesta al amor expresado significa egoísmo. Esto está vinculado al concepto popular de agapē mencionado anteriormente, según el cual el amor de Dios es totalmente indiferente a cualquier expresión de reciprocidad. 21

En tercer lugar, aunque Dios pudiera recibir expresiones de reciprocidad en respuesta a su amor y no fuera egoísta hacerlo, todo lo que hacen los humanos está contaminado por el pecado, y los humanos son, por lo tanto, incapaces de generar algo valioso o deleitar a Dios. Entonces, ¿puede Dios complacerse en su pueblo? Incluso si pudiera, ¿sería egoísta que Dios recibiera amor? Por último, ¿podrían los seres humanos dar algo a Dios? Abordaremos estas cuestiones una por una.

Regocijo a causa de ovejas, monedas e hijos perdidos: ¿Puede Dios complacerse en su pueblo? 

Había 99 ovejas, pero faltaba una. Así que, el pastor fue tras la oveja perdida y, al encontrarla, «la pone sobre sus hombros gozoso». Entonces, «junta a los amigos y vecinos y les dice: “Alégrense conmigo, pues ya encontré mi oveja que se había perdido”» (Luc. 15:4-6). Esta parábola pone de relieve la alegría de Dios por cada pecador salvado. Jesús explica: «Hay más alegría en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan arrepentimiento» (vers. 7; cf. vers. 8-10). ¿Se alegra Dios por un pecador que estaba perdido y ha sido encontrado? ¡Evidentemente sí!

Más adelante, en Lucas 15, Jesús cuenta una parábola acerca de un hijo que pide su parte de la herencia a su padre antes de tiempo. El padre le concede con pesar su petición. El hijo se marcha, malgasta rápidamente su herencia y se ve reducido a la miseria y al hambre, al punto de desear la comida que da a los cerdos puestos a su cuidado. Entonces recapacita y decide volver a la casa paterna, pero como siervo (vers. 17-19).

«Cuando aún estaba lejos, su padre lo vio y se compadeció. Corrió, se echó sobre su cuello y lo besó» (vers. 20). Corre hacia su hijo. ¿Un hombre adinerado corriendo a recibir a un visitante? No se trata de un comportamiento típico y socialmente aceptable, sino de una imagen sorprendente acerca del profundo amor del padre por su hijo pródigo.

Al reunirse, el hijo declara: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de ser llamado tu hijo» (vers. 21). Esto era cierto.  

Pero el padre no trata al hijo como este merece, sino que llama a los sirvientes y les dice: «¡Pronto! Saquen el mejor vestido y vístanlo. Pongan un anillo en su mano y sandalias en sus pies. Traigan el becerro grueso y mátenlo. Y comamos, y hagamos fiesta. Porque este hijo mío estaba muerto, y ha revivido; se había perdido, y ha sido hallado» (vers. 22-24).

El hijo había renegado de su padre, pero este prepara una fiesta para él y lo recibe con los brazos abiertos. Este padre representa el amor de Dios por nosotros. Así como Dios puede sentirse profundamente herido cuando le damos la espalda, se alegra cuando volvemos a él, ¡aunque hayamos estado viviendo en un corral de cerdos!

Así como el padre anhelaba el regreso de su hijo pródigo, Dios anhela el día en que sus hijos estén en casa con él para siempre. Como proclama Sofonías 3:17: «El Señor […] se deleitará en ti con alegría. Con su amor calmará todos tus temores. Se gozará por ti con cantos de alegría» (NTV).

Este versículo utiliza casi todas las palabras existentes en el hebreo bíblico para designar la alegría a fin de retratar con ellas el desbordante gozo de Dios, como si ninguno de los términos fuera individualmente capaz de describir la magnitud del deleite de Dios en ese día.

Además, algunos comentaristas sugieren que la frase «su amor calmará todos tus temores» describe un amor tan profundamente sentido que deja a uno sin habla. 22 Dios mismo anhela el día en que contemple a su pueblo y quede sin aliento a causa de la dicha. Entonces, Dios mismo estará con nosotros. A semejanza del padre de la parábola, Dios no se limita a esperarnos, sino que corre a nuestro encuentro para llevarnos a casa, como hace un pastor con sus ovejas extraviadas.

Isaías 62:4 describe el gozo de Dios cuando llega su pueblo: «Serás llamada “Hefzibá” (mi delicia), y tu tierra, “Beula” (casada); porque el Señor se deleitará en ti, y tu tierra será desposada». ¿Recibe Dios nuestras expresiones de amor en respuesta al suyo y se complace en su pueblo? Así es, según estos textos y muchos otros.

Esto nos lleva a la segunda pregunta: ¿Es Dios egoísta al deleitarse en nosotros?

Dios ama a sus hijos como alguien que ama su propio cuerpo

Según algunos, se supone que el amor es puramente desinteresado y abnegado, de modo que quien ama no se complace en el amor recibido, sino que solo da. Esta idea toma algo bueno, el sacrificio desinteresado para servir a los demás (en circunstancias apropiadas), y lo universaliza como si fuera la esencia del amor mismo.

Efesios 5 arroja significativa luz acerca de esto mediante dos metáforas usadas allí por Pablo para representar al pueblo de Dios como la esposa de Cristo y su cuerpo:

Maridos, amad a vuestras mujeres, así como Cristo amó a la iglesia y se entregó a sí mismo por ella […]. Así también los maridos deben amar a sus mujeres como a sus mismos cuerpos. El que ama a su mujer, a sí mismo se ama, pues nadie odió jamás a su propio cuerpo, sino que lo sustenta y lo cuida, como también Cristo a la iglesia, porque somos miembros de su cuerpo, de su carne y de sus huesos. (Efe. 5:25, 28-30).

Nota que los esposos deben amar a sus esposas como parte de sí mismos, y es así como Cristo ama a su pueblo, como si este fuera parte de sí mismo. Cuando me casé con mi esposa, me hice «uno» con ella (Gén. 2:24; 1 Cor. 6:16), de modo que sus intereses se fusionaron indisolublemente con los míos. De manera similar, al hacernos parte de su «cuerpo», Cristo se identifica con nuestros mejores intereses y los hace parte de los suyos.

En estas metáforas paralelas del amor, el dador (Cristo) recibe desinteresadamente en el proceso mismo de dar. El amor abnegado de Cristo al morir por la iglesia, para que pudiera ser redimida como su esposa, está vinculado con su amor propio y totalmente desinteresado por su cuerpo metafórico, la iglesia. Esto es lo opuesto al egoísmo, y es una relación amorosa ideal que hace dichoso tanto a quien es amado como a quien ama. Me afecta profundamente lo que ocurre a mi esposa; mi alegría está ligada a la suya y viceversa. Del mismo modo, Dios resulta íntimamente afectado por la vida de sus hijos; nuestra alegría es parte de la suya.

Sin embargo, algunas personas sostienen que cualquier interés propio de parte de Dios desvirtuaría la pureza de su amor. No obstante, reconocer que Dios posee un interés apropiado (no egoísmo) hace que su amor abnegado sea aún más asombroso. Si Dios no tuviera ningún interés propio, no tendría intereses que sacrificar por nosotros. Si nada pudiera aumentar o disminuir su dicha, ¿en qué sentido podría sacrificar algo para salvarnos? El Dios descrito en las Escrituras vincula voluntariamente su felicidad a la de sus criaturas. La Cruz es la máxima manifestación de su amor, ya que allí se sacrificó voluntariamente por nosotros en la Persona de Cristo.

Aunque el sacrificio propio es sumamente virtuoso en las circunstancias apropiadas, no es ideal que todas las personas se sacrifiquen todo el tiempo. Por buenas razones, los auxiliares de vuelo instruyen a los pasajeros para que, en caso de emergencia, se coloquen su propia máscara de oxígeno antes de ayudar a los demás. ¿Es egoísta seguir esas instrucciones? Por supuesto que no. Estas instrucciones se dan porque uno no puede ayudar a los demás si se queda sin oxígeno.

Imagina un mundo en el que todos solo dan, pero nunca reciben (el amor ideal, según algunos). Si dos personas llegan ante una misma puerta con intención de ingresar a un lugar y ambas insisten en cederse la oportunidad de hacerlo primero, ninguna de las dos avanzará. 23

Si todo el mundo actuara de forma abnegada todo el tiempo, no habría nadie que recibiera los beneficios de la abnegación. Por supuesto, lamentablemente esto no es un problema en nuestro mundo. Tenemos demasiadas personas dispuestas a recibir y muy pocos dadores. En un mundo ideal, sin embargo, todos serían dadores y receptores desinteresados, de modo que el ciclo del amor continuaría y aumentaría exponencialmente.

Además, el sacrificio propio no puede ser el ideal de Dios, ya que no puede servir como fin último del interés ajeno. En caso de que Dios sacrificara su propia existencia (si eso fuera posible), no podrían existir otros, pues toda existencia depende de él. La opinión de que el amor de Dios consiste esencialmente en el sacrificio propio es, entonces, contraproducente. El amor de Dios no es egoísta y se manifiesta en el sacrificio propio siempre que la ocasión lo justifica, pero es más que eso.

¿Es egoísta una madre o un padre por deleitarse en su hijo pequeño? Por supuesto que no. Tal deleite es parte integral del amor materno y paterno genuino. Del mismo modo, Dios se deleita en su pueblo precisamente porque nos ama.

Suponer que el amor de Dios es esencialmente abnegado también pasa por alto el hecho de que Dios es digno de toda alabanza, adoración y amor. La «tragedia» de la Cruz no es un fin en sí misma, sino un medio para el fin mayor de la reconciliación de Dios con sus criaturas humanas. De allí que Pablo diga en Hebreos 12:2: «Por el gozo puesto delante de él

sufrió la cruz» Elena G. de White comenta: «El gozo propuesto a Cristo, el que lo sostuvo a través de sacrificios y sufrimientos, fue el gozo de ver pecadores salvados. Debe ser el de todo aquel que lo siga, el acicate de su ambición». 24

Esto nos lleva a la tercera pregunta: ¿Pueden los seres humanos dar algo a Dios?

Dadores defectuosos, Mediador perfecto

El deleite de Dios en su pueblo no es arbitrario, sino evaluativo. Se basa en la valoración de la disposición y la acción humanas. Si no fuera así, Dios no esperaría regocijarse a causa de sus hijos. No habría separación entre Dios y nosotros, ni necesidad de expiación.

Las Escrituras enseñan que Dios se deleita realmente a causa de nuestras oraciones y ofrendas. «El sacrificio de los impíos es abominación para el Señor; la oración de los rectos es su gozo. El Señor detesta el camino del impío, pero ama al que sigue la justicia» (Prov. 15:8, 9; cf. 11:20). Esto describe expresamente el amor evaluativo.

Del mismo modo, «el Señor ama a los justos» (Sal. 146:8) y «ama al que da con alegría» (2 Cor. 9:7). Estos textos también describen el amor de Dios como evaluativo. Sin embargo, estos textos no significan que Dios ama solo al justo o al dador alegre. Otros pasajes enseñan que Dios ama a todos: «De tal manera amó Dios al mundo» (Juan 3:16). Sin embargo, debe haber algún sentido en el que Dios ama al justo y al dador alegre que difiere de la forma en que ama a todos. De lo contrario, estos textos no tendrían sentido.

No obstante, ¿quién es justo? «No hay justo, ni aun uno» (Rom. 3:10; cf. Sal. 143:2) «por cuanto todos pecaron, y están destituidos de la gloria de Dios» (Rom. 3:23).

¿Cómo podría Dios complacerse en nosotros en vista de que somos pecadores? «Todas nuestras justicias [son] como trapo de inmundicia» (Isa. 64:6).

Es fácil mirar nuestros defectos y pensar: «No tengo nada que dar que no esté manchado por el egoísmo y el pecado. ¡No valgo nada! ¿Cómo podría agradar a Dios? Ni siquiera vale la pena intentarlo».

No des crédito a esas mentiras. Es cierto que somos indignos, pero no es verdad que carecemos de valor. ¿Cuánto pagó Cristo por nosotros? Un precio infinito. Entonces, tú y yo tenemos un valor infinito. No carecemos de valor, ¡sino de precio!

Dios mismo declara en Isaías 43:4: «A mis ojos eres de gran estima, eres honorable y yo te he amado; daré, pues, hombres a cambio de ti y naciones a cambio de tu vida». Elena G. de White comenta que Dios «desea que su heredad escogida se estime según el valor que él le ha atribuido. Dios la quería; de lo contrario no hubiera mandado a su Hijo a una empresa tan costosa para redimirla». 25

No obstante, existe cierta tensión entre el amor evaluativo de Dios y el hecho de que ningún ser humano (salvo Cristo) haya sido jamás digno de amor. Sin la intervención de Dios, los humanos caídos somos incapaces de aportar nada valioso a Dios. Sin embargo, Dios abre en su misericordia un camino al suspender parcial y temporalmente el juicio a fin de que todos los que respondan a sus amorosas propuestas puedan reconciliarse con él (ver, por ejemplo, 2 Ped. 3:9; Eze. 18:32; 33:11).

La clave es la mediación de Cristo. Podemos «ofrecer sacrificios espirituales aceptables a Dios por medio de Jesucristo» (1 Ped. 2:5). Sin Cristo, no podemos hacer nada (Juan 15:5). Pero con él, somos suficientemente buenos.

Mi respuesta agrada a Dios

Imagina otra vez que mi hijo pequeño me trae un regalo mal envuelto: «¡Papá, esto es para ti!» Resulta ser una corbata fea y barata. ¿Acaso exclamo: «Es la corbata más fea que he visto en mi vida»? Por supuesto que no. Aunque el regalo tiene poco o ningún valor en sí mismo, es valioso para mí porque mi amado hijo me lo dio como un sincero regalo de amor.

Del mismo modo, nunca podré merecer el amor de Dios. No tengo nada propio que dar, pues todo lo que tengo me ha sido dado (1 Cor. 4:7). Pero puedo, por la fe y gracias a la obra de Cristo, responder de forma que agrade a Dios, de forma parecida a como un padre humano se alegra cuando su hijo le trae un regalo que, de otro modo, no valdría nada. De esta manera, Dios ama realmente a los «justos» porque quienes responden a Dios por fe son considerados justos a sus ojos a través de la mediación perfecta y suficiente de Cristo. ¡Aleluya!

 

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20. John Piper, «How does a sovereign God love?: A reply to Thomas Talbott», The Reformed Journal 33, Nº 4 (1983), p. 11.

21. Anders Nygren, Agapē and eros, p. 210.

22. Ver Karl Friedrich Keil y Franz Delitzsch, Commentary on the Old Testament (Peabody, MA: Hendrickson, 2002), t. 10, p. 461.

23. Esta es una paráfrasis de la afirmación de Edward Collins Vacek según la cual «el sacrificio propio se contradice a sí mismo como principio universal». Ver Vacek, Love, Human and Divine: The Heart of Christian Ethics (Washington, D. C.: Georgetown University Press, 1994), p. 184.

24. Elena G. de White, Profetas y reyes (Doral, FL: IADPA), p. 114..

25. Elena G. de White, El Deseado de todas las gentes, p. 637.

 

 

 




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