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EGW - Leccíon 4 - Miércoles 24 de abril del 2019 - La muerte y la soledad

Miércoles 24 de abril del 2019 - La muerte y la soledad

El pesar penetró en el apacible hogar donde Jesús había descansado. Lázaro fué herido por una enfermedad repentina, y sus hermanas mandaron llamar al Salvador diciendo: “Señor, he aquí, el que amas está enfermo.” Se dieron cuenta de la violencia de la enfermedad que había abatido a su hermano, pero sabían que Cristo se había demostrado capaz de sanar toda clase de dolencias. Creían que él simpatizaría con ellas en su angustia; por lo tanto, no exigieron urgentemente su presencia inmediata, sino que mandaron tan sólo el confiado mensaje: “El que amas está enfermo.” Pensaron que él respondería inmediatamente, y estaría con ellas tan pronto como pudiese llegar a Betania.

Ansiosamente esperaron noticias de Jesús. Mientras había una chispa de vida en su hermano, oraron y esperaron la venida de Jesús. Pero el mensajero volvió sin él. Trajo, sin embargo, este mensaje: “Esta enfermedad no es para muerte,” y se aferraron a la esperanza de que Lázaro viviría. Con ternura trataron de dirigir palabras de esperanza y aliento al enfermo casi inconsciente. Cuando Lázaro murió, se quedaron amargamente desilusionadas; pero sentían la gracia sostenedora de Cristo, y esto les impidió culpar en forma alguna al Salvador.

Cuando Cristo oyó el mensaje, los discípulos pensaron que lo había recibido fríamente. No manifestó el pesar que ellos esperaban de él. Mirándolos a ellos dijo: “Esta enfermedad no es para muerte, mas por gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.” Permaneció dos días en el lugar donde estaba. Esta dilación era un misterio para los discípulos. De cuánto consuelo sería su presencia para la familia afligida, pensaban. Era bien conocido por los discípulos su intenso afecto hacia esa familia de Betania, y ellos se sorprendían al ver que no respondía a la triste comunicación: “El que amas está enfermo.”

Durante aquellos dos días Cristo pareció haberse olvidado del caso; porque no habló de Lázaro. Los discípulos pensaban en Juan el Bautista, precursor de Jesús. Se habían preguntado por qué Jesús, que tenía el poder de realizar milagros admirables, había permitido que Juan languideciera en la cárcel y muriese en forma violenta. Ya que poseía tal poder, ¿por qué no había salvado Jesús la vida de Juan? Esta pregunta la habían hecho con frecuencia los fariseos y la presentaban como un argumento incontestable contra el aserto de Cristo de ser Hijo de Dios. El Salvador había advertido a sus discípulos acerca de las pruebas, pérdidas y persecuciones. ¿Los abandonaría en la prueba? Algunos se preguntaban si no habían estado equivocados acerca de su misión. Todos estaban profundamente perturbados.

Después de aguardar dos días, Jesús dijo a los discípulos: “Vamos a Judea otra vez.” Los discípulos se preguntaban por qué, si Jesús iba a ir a Judea, había esperado dos días. Pero lo que más los embargaba era su ansiedad por Cristo y por sí mismos. No podían ver sino peligro en lo que estaba por hacer. “Rabbí—dijeron,—ahora procuraban los judíos apedrearte, ¿y otra vez vas allá? Respondió
Jesús: ¿No tiene el día doce horas?” Estoy bajo la dirección de mi Padre; mientras hago su voluntad, mi vida está segura. Mis doce horas del día no han terminado todavía. Ha empezado el último resto de mi día; pero mientras queda algo, estoy seguro.

“El que anduviere de día—continuó—no tropieza, porque ve la luz de este mundo.” El que hace la voluntad de Dios, que anda en la senda que Dios le ha trazado, no puede tropezar ni caer. La luz del Espíritu guiador de Dios le da una clara percepción de su deber, y le conduce hasta el final de su obra. “Mas el que anduviere de noche, tropieza, porque no hay luz en él.” El que anda en la senda que se eligió, donde Dios no le ha llamado, tropezará. Para él, el día se trueca en noche, y dondequiera que esté, no está seguro.

“Dicho esto, díceles después: Lázaro nuestro amigo duerme; mas voy a despertarle del sueño.” “Lázaro nuestro amigo duerme.” ¡Cuán conmovedoras son estas palabras! ¡Cuán llenas de simpatía! Mientras pensaban en el peligro que su Maestro estaba por arrostrar yendo a Jerusalén, los discípulos casi se habían olvidado de la familia enlutada de Betania. Pero no así Cristo. Los discípulos se sintieron reprendidos. Les había sorprendido que Cristo no respondiera más prontamente al mensaje. Habían estado tentados a pensar que él no tenía por Lázaro y sus hermanas el tierno amor que ellos le atribuían y que debiera haberse vuelto rápidamente con el mensajero. Pero las palabras: “Lázaro nuestro amigo duerme,” despertaron en ellos los debidos sentimientos. Quedaron convencidos de que Cristo no se había olvidado de sus amigos que sufrían.

“Dijeron entonces sus discípulos: Señor, si duerme, salvo estará. Mas esto decía Jesús de la muerte de él: y ellos pensaron que hablaba del reposar del sueño.” Cristo presenta a sus hijos creyentes la muerte como un sueño. Su vida está oculta con Cristo en Dios, y hasta que suene la última trompeta los que mueren dormirán en él.

“Entonces, pues, Jesús les dijo claramente: Lázaro es muerto; y huélgome por vosotros, que yo no haya estado allí, para que creáis: mas vamos a él.” Tomás no podía ver para su Maestro otra cosa que
la muerte si iba a Judea; pero fortaleció su ánimo y dijo a los otros discípulos: “Vamos también nosotros, para que muramos con él.” Conocía el odio que los judíos le tenían a Jesús. Querían lograr su muerte, pero este propósito no había tenido éxito, porque le quedaba todavía una parte del tiempo que se le había concedido. Durante ese tiempo, Jesús gozaba de la custodia de los ángeles celestiales; y aun en las regiones de Judea, donde los rabinos maquinaban cómo apresarle y darle muerte, no podía sucederle mal alguno.

Los discípulos se asombraron de las palabras de Cristo cuando dijo: “Lázaro es muerto; y huélgome ... que yo no haya estado allí.” ¿Habíase mantenido el Salvador alejado por su propia voluntad del hogar de sus amigos que sufrían? Aparentemente había dejado solas a Marta y María, así como al moribundo Lázaro. Pero no estaban solos. Cristo contemplaba toda la escena, y después de la muerte
de Lázaro las enlutadas hermanas fueron sostenidas por su gracia. Jesús presenció el pesar de sus corazones desgarrados, mientras su hermano luchaba con su poderoso enemigo la muerte. Sintió los trances de su angustia, y dijo a sus discípulos: “Lázaro es muerto.” Pero Cristo no sólo tenía que pensar en aquellos a quienes amaba en Betania; tenía que considerar la educación de sus discípulos. Ellos habían de ser sus representantes ante el mundo, para que la bendición del Padre pudiese abarcar a todos. Por su causa, permitió que Lázaro muriese. Si le hubiese devuelto la salud cuando estaba enfermo, el milagro que llegó a ser la evidencia más positiva de su carácter divino, no se habría realizado

Si Cristo hubiese estado en la pieza del enfermo, Lázaro no habría muerto; porque Satanás no hubiera tenido poder sobre él. La muerte no podría haber lanzado su dardo contra Lázaro en presencia del Dador de la vida. Por lo tanto, Cristo permaneció lejos. Dejó que el enemigo ejerciese su poder, para luego hacerlo retroceder como enemigo vencido. Permitió que Lázaro pasase bajo el dominio de la muerte; y las hermanas apenadas vieron a su hermano puesto en la tumba. Cristo sabía que mientras mirasen el rostro muerto de su hermano, su fe en el Redentor sería probada severamente. Pero sabía que a causa de la lucha por la cual estaban pasando ahora, su fe resplandecería con fuerza mucho mayor. Permitió todos los dolores y penas que soportaron. Su tardanza no indicaba que las amase menos, pero sabía que para ellas, para Lázaro, para él mismo y para sus discípulos, había de ganarse una victoria. “Por vosotros,” “para que creáis.” A todos los que tantean para sentir la mano guiadora de Dios, el momento de mayor desaliento es cuando más cerca está la ayuda divina. Mirarán atrás con agradecimiento, a la parte más obscura del camino. “Sabe el Señor librar de tentación a los píos.”1 Salen de toda tentación y prueba con una fe más firme y una experiencia más rica.

Al demorar en venir a Lázaro, Jesús tenía un propósito de misericordia para con los que no le habían recibido. Tardó, a fin de que  al resucitar a Lázaro pudiese dar a su pueblo obstinado e incrédulo, otra evidencia de que él era de veras “la resurrección y la vida.” Le costaba renunciar a toda esperanza con respecto a su pueblo, las pobres y extraviadas ovejas de la casa de Israel. Su impenitencia le partía el corazón. En su misericordia, se propuso darles una evidencia más de que era el Restaurador, el único que podía sacar a luz la vida y la inmortalidad. Había de ser una evidencia que los sacerdotes no podrían interpretar mal. Tal fué la razón de su demora en ir a Betania. Este milagro culminante, la resurrección de Lázaro, había de poner el sello de Dios sobre su obra y su pretensión a la divinidad.

En su viaje a Betania, Jesús, de acuerdo con su costumbre, atendió a los enfermos y menesterosos. Al llegar a la aldea, mandó un [488] mensajero a las hermanas para avisarlas de su llegada. Cristo no entró en seguida en la casa, sino que permaneció en un lugar tranquilo al lado del camino. La gran ostentación externa manifestada por los judíos en ocasión de la muerte de un deudo no estaba en armonía con el espíritu de Cristo. Oía los lamentos de los plañidores, y no quería encontrarse con las hermanas en medio de la confusión. Entre los que lloraban estaban los parientes de la familia, algunos de los cuales ocupaban altos puestos de responsabilidad en Jerusalén. Entre ellos se contaban algunos de los más acerbos enemigos de Cristo. El conocía su propósito y por lo tanto no se hizo conocer en seguida. El mensaje fué dado a Marta con tanta reserva que las otras personas que estaban en la pieza no lo oyeron. Absorta en su pesar, María no oyó las palabras. Levantándose en seguida, Marta salió al encuentro de su Señor, pero pensando que ella había ido al sepulcro donde estaba Lázaro, María permaneció sumida silenciosamente en su pesar.

Marta se apresuró a ir al encuentro de Jesús, con el corazón agitado por encontradas emociones. En el rostro expresivo de él, leyó ella la misma ternura y amor que siempre había habido allí. Su confianza en él no había variado, pero recordaba a su amado hermano a quien Jesús también amaba. Con el pesar que brotaba de su corazón porque Cristo no había venido antes y, sin embargo, con la esperanza de que aun ahora podría hacer algo para consolarlas, dijo: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no fuera muerto.” Vez tras vez, en medio del tumulto creado por los plañidores, las hermanas habían repetido estas palabras.

Con compasión humana y divina, Jesús miró el rostro entristecido y acongojado de Marta. Esta no tenía deseo de relatar lo sucedido; todo estaba expresado por las palabras patéticas: “Señor, si hubieses estado aquí, mi hermano no fuera muerto.” Pero mirando aquel rostro lleno de amor, añadió: “Mas también sé ahora, que todo lo que pidieres de Dios, te dará Dios.”

Jesús animó su fe diciendo: “Resucitará tu hermano.” Su respuesta no estaba destinada a inspirar esperanza en un cambio inmediato. Dirigía el Señor los pensamientos de Marta más allá de la restauración actual de su hermano, y los fijaba en la resurrección de los justos. Lo hizo para que pudiese ver en la resurrección de Lázaro una garantía de la resurrección de todos los justos y la seguridad de que sucedería por el poder del Salvador.

Marta contestó: “Yo sé que resucitará en la resurrección en el día postrero.”

Tratando todavía de dar la verdadera dirección a su fe, Jesús declaró: “Yo soy la resurrección y la vida.” En Cristo hay vida original, que no proviene ni deriva de otra. “El que tiene al Hijo, tiene la vida.”2 La divinidad de Cristo es la garantía que el creyente tiene de la vida eterna. “El que cree en mí—dijo Jesús,—aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees eso?” Cristo miraba hacia adelante, a su segunda venida. Entonces los justos muertos serán resucitados incorruptibles, y los justos vivos serán trasladados al cielo sin ver la muerte. El milagro que Cristo estaba por realizar, al resucitar a Lázaro de los muertos, representaría la resurrección de todos los justos muertos. Por sus palabras y por sus obras, se declaró el Autor de la resurrección. El que iba a morir pronto en la cruz, estaba allí con las llaves de la muerte, vencedor del sepulcro, y aseveraba su derecho y poder para dar vida eterna.

A las palabras del Salvador: “¿Crees esto?” Marta respondió: “Sí, Señor; yo he creído que tú eres el Cristo, el Hijo de Dios, que has venido al mundo.” No comprendía en todo su significado las palabras dichas por Cristo, pero confesó su fe en su divinidad y su confianza de que él podía hacer cuanto le agradase. “Y esto dicho, fuése, y llamó en secreto a María su hermana, diciendo: El Maestro está aquí y te llama.” Dió su mensaje en forma tan queda como le fué posible; porque los sacerdotes y príncipes estaban listos para arrestar a Jesús en cuanto se les ofreciese la oportunidad. Los clamores de las plañideras impidieron que las palabras de Marta fuesen oídas.

Al recibir el mensaje, María se levantó apresuradamente y con mirada y rostro anhelantes salió de la pieza. Pensando que iba al sepulcro a llorar, las plañideras la siguieron. Cuando llegó al lugar donde Jesús estaba, se postró a sus pies y dijo con labios temblorosos: “Señor, si hubieras estado aquí, no fuera muerto mi hermano.” Los clamores de las plañideras eran dolorosos; y ella anhelaba poder cambiar algunas palabras tranquilas a solas con Jesús. Pero conocía la envidia y los celos que albergaban contra Cristo en su corazón algunos de los presentes, y se limitó a expresar su pesar.

“Jesús entonces, como la vió llorando, y a los judíos que habían venido juntamente con ella llorando, se conmovió en espíritu, y turbóse.” Leyó el corazón de todos los presentes. Veía que, en muchos, lo que pasaba como demostración de pesar era tan sólo fingimiento. Sabía que algunos de los del grupo, que manifestaban ahora un pesar hipócrita, estarían antes de mucho maquinando la muerte, no sólo del poderoso taumaturgo, sino del que iba a ser resucitado de los muertos. Cristo podría haberlos despojado de su falso pesar. Pero dominó su justa indignación. No pronunció las palabras que podría
haber pronunciado con toda verdad, porque amaba a la que, arrodillada a sus pies con tristeza, creía verdaderamente en él. “¿Dónde le pusisteis?—preguntó.—Dícenle: Señor, ven y ve.” Juntos se dirigieron a la tumba. Era una escena triste. Lázaro había sido muy querido, y sus hermanas le lloraban con corazones que brantados, mientras que los que habían sido sus amigos mezclaban sus lágrimas con las de las hermanas enlutadas. A la vista de esta angustia humana, y por el hecho de que los amigos afligidos pudiesen llorar a sus muertos mientras el Salvador del mundo estaba al lado, “lloró Jesús.” Aunque era Hijo de Dios, había tomado sobre sí la naturaleza humana y le conmovía el pesar humano. Su corazón compasivo y tierno se conmueve siempre de simpatía hacia los dolientes. Llora con los que lloran y se regocija con los que se regocijan. No era sólo por su simpatía humana hacia María y Marta por lo que Jesús lloró. En sus lágrimas había un pesar que superaba tanto al pesar humano como los cielos superan a la tierra. Cristo no lloraba por Lázaro, pues iba a sacarle de la tumba. Lloró porque muchos de los que estaban ahora llorando por Lázaro maquinarían pronto la muerte del que era la resurrección y la vida. Pero ¡cuán incapaces eran los judíos de interpretar debidamente sus lágrimas! Algunos que no podían ver como causa de su pesar sino las circunstancias externas de la escena que estaba delante de él, dijeron suavemente: “Mirad cómo le amaba.” Otros, tratando de sembrar incredulidad en el corazón de los presentes, decían con irrisión: “¿No podía éste
que abrió los ojos al ciego, hacer que éste no muriera?” Si Jesús era capaz de salvar a Lázaro, ¿por qué le dejó morir?

Con ojo profético, Cristo vió la enemistad de los fariseos y saduceos. Sabía que estaban premeditando su muerte. Sabía que algunos de los que ahora manifestaban aparentemente tanta simpatía, no tardarían en cerrarse la puerta de la esperanza y los portales de la ciudad de Dios. Estaba por producirse, en su humillación y crucifixión, una escena que traería como resultado la destrucción de
Jerusalén, y en esa ocasión nadie lloraría los muertos. La retribución que iba a caer sobre Jerusalén quedó plenamente retratada delante de él. Vió a Jerusalén rodeada por las legiones romanas. Sabía que muchos de los que estaban llorando a Lázaro morirían en el sitio de la ciudad, y sin esperanza.

No lloró Cristo sólo por la escena que tenía delante de sí. Descansaba sobre él el peso de la tristeza de los siglos. Vió los terribles efectos de la transgresión de la ley de Dios. Vió que en la historia del mundo, empezando con la muerte de Abel, había existido sin cesar el conflicto entre lo bueno y lo malo. Mirando a través de los años venideros, vió los sufrimientos y el pesar, las lágrimas y la muerte que habían de ser la suerte de los hombres. Su corazón fué traspasado por el dolor de la familia humana de todos los siglos y de todos los países. Los ayes de la raza pecaminosa pesaban sobre su alma, y la fuente de sus lágrimas estalló mientras anhelaba aliviar toda su angustia.

“Y Jesús, conmoviéndose otra vez en sí mismo, vino al sepulcro.” Lázaro había sido puesto en una cueva rocosa, y una piedra maciza había sido puesta frente a la entrada. “Quitad la piedra,” dijo Cristo. Pensando que él deseaba tan sólo mirar al muerto, Marta objetó diciendo que el cuerpo había estado sepultado cuatro días y que la corrrupción había empezado ya su obra. Esta declaración, hecha
antes de la resurrección de Lázaro, no dejó a los enemigos de Cristo lugar para decir que había subterfugio. En lo pasado, los fariseos habían hecho circular falsas declaraciones acerca de las más maravillosas manifestaciones del poder de Dios. Cuando Cristo devolvió la vida a la hija de Jairo, había dicho: “La muchacha no es muerta, mas duerme.”3 Como ella había estado enferma tan sólo un corto tiempo y fué resucitada inmediatamente después de su muerte, los fariseos declararon que la niña no había muerto; que Cristo mismo había dicho que estaba tan sólo dormida. Habían tratado de dar la impresión de que Cristo no podía sanar a los enfermos, que había engaños en sus milagros. Pero en este caso, nadie podía negar que Lázaro había muerto.

Cuando el Señor está por hacer una obra, Satanás induce a alguno a objetar. “Quitad la piedra,” dijo Cristo. En cuanto sea posible, preparad el camino para mi obra. Pero la naturaleza positiva y ambiciosa de Marta se manifestó. Ella no quería que el cuerpo ya en descomposición fuese expuesto a las miradas. El corazón humano es tardo para comprender las palabras de Cristo, y la fe de Marta no
había asimilado el verdadero significado de su promesa.

Cristo reprendió a Marta, pero sus palabras fueron pronunciadas con la mayor amabilidad. “¿No te he dicho que, si creyeres, verás la gloria de Dios?” ¿Por qué habríais de dudar de mi poder? ¿Por qué razonar contrariamente a mis requerimientos? Tenéis mi palabra. Si queréis creer, veréis la gloria de Dios. Las imposibilidades naturales no pueden impedir la obra del Omnipotente. El escepticismo y la incredulidad no son humildad. La creencia implícita en la palabra de Cristo es verdadera humildad, verdadera entrega propia.

“Quitad la piedra.” Cristo podría haber ordenado a la piedra que se apartase, y habría obedecido a su voz. Podría haber ordenado a los ángeles que estaban a su lado que la sacasen. A su orden, manos invisibles habrían removido la piedra. Pero había de ser sacada por manos humanas. Así Cristo quería mostrar que la humanidad ha de cooperar con la divinidad. No se pide al poder divino que haga lo que el poder humano puede hacer. Dios no hace a un lado la ayuda del hombre. Le fortalece y coopera con él mientras emplea las facultades y capacidades que se le dan. La orden se cumplió. La piedra fué puesta a un lado. Todo fué hecho abierta y deliberadamente. Se dió a todos oportunidad de ver que no había engaño. Allí estaba el cuerpo de Lázaro en su tumba rocosa, frío y silencioso en la muerte. Los clamores de los plañidores se acallan. Sorprendida y expectante, la congregación está alrededor del sepulcro, esperando lo que ha de seguir.

Sereno, Cristo está de pie delante de la tumba. Una solemnidad sagrada descansa sobre todos los presentes. Cristo se acerca aun más al sepulcro y, alzando los ojos al cielo, dice: “Padre, gracias te doy que me has oído.” No mucho tiempo antes de esto, los enemigos de Cristo le habían acusado de blasfemia y habían recogido piedras para arrojárselas porque aseveraba ser Hijo de Dios. Le acusaron de realizar milagros por el poder de Satanás. Pero aquí Cristo llama a Dios su Padre y con perfecta confianza declara que es Hijo de Dios.

En todo lo que hacía, Cristo cooperaba con su Padre. Siempre se esmeraba por hacer evidente que no realizaba su obra independientemente; era por la fe y la oración cómo hacía sus milagros. Cristo deseaba que todos conociesen su relación con su Padre. “Padre— dijo,—gracias te doy que me has oído. Que yo sabía que siempre me oyes; mas por causa de la compañía que está alrededor, lo dije, para que crean que tú me has enviado.” En esta ocasión, los discípulos y la gente iban a recibir la evidencia más convincente de la relación que existía entre Cristo y Dios. Se les había de demostrar que el aserto de Cristo no era una mentira.

“Y habiendo dicho estas cosas, clamó a gran voz: Lázaro, ven fuera.” Su voz, clara y penetrante, entra en los oídos del muerto. La divinidad fulgura a través de la humanidad. En su rostro, iluminado
por la gloria de Dios, la gente ve la seguridad de su poder. Cada ojo está fijo en la entrada de la cueva. Cada oído está atento al menor sonido. Con interés intenso y doloroso, aguardan todos la prueba de la divinidad de Cristo, la evidencia que ha de comprobar su aserto de que es Hijo de Dios, o extinguir esa esperanza para siempre. Hay agitación en la tumba silenciosa, y el que estaba muerto se pone de pie a la puerta del sepulcro. Sus movimientos son trabados por el sudario en que fuera puesto, y Cristo dice a los espectadores asombrados: “Desatadle, y dejadle ir.” Vuelve a serles demostrado que el obrero humano ha de cooperar con Dios. La humanidad ha de trabajar por la humanidad. Lázaro queda libre, y está de pie ante la congregación, no demacrado por la enfermedad, ni con miembros débiles y temblorosos, sino como un hombre en la flor de la vida, provisto de una noble virilidad. Sus ojos brillan de inteligencia y de amor por su Salvador. Se arroja a los pies de Jesús para adorarle.

Los espectadores quedan al principio mudos de asombro. Luego sigue una inefable escena de regocijo y agradecimiento. Las hermanas reciben a su hermano vuelto a la vida como el don de Dios, y con lágrimas de gozo expresan en forma entrecortada su agradecimiento al Salvador. Y mientras el hermano, las hermanas y los amigos se regocijan en esta reunión, Jesús se retira de la escena. Cuando buscan al Dador de la vida, no le pueden hallar. (El deseado de todas las gentes p. 484-495)

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