Miércoles 22 de mayo: La crianza como formadora de discípulos
Dios llamó a Abraham para que fuera maestro de su palabra, lo escogió para que sea padre de una gran nación, porque vio que instruiría a sus hijos y a su casa en los principios de la ley de Dios. El poder de la enseñanza de Abraham se debió a la influencia de su vida. Formaban parte de su casa más de mil personas, muchas de las cuales eran jefes de familia y no pocas recién convertidas del paganismo. Semejante casa necesitaba que una mano firme manejara el timón. Los métodos débiles y vacilantes no servían. Dios dijo a Abraham: “Porque yo sé que mandará a sus hijos y a su casa después de sí”. Sin embargo, ejercía su autoridad con tal sabiduría y ternura que cautivaba los corazones.
No será menos eficaz hoy la enseñanza de la Palabra de Dios cuando halle un reflejo tan fiel como ese en la vida del maestro. (La educación, p. 218)
Elí era un buen hombre, de moral pura; pero era demasiado indulgente. Causó el desagrado de Dios porque no fortaleció los puntos [508] débiles de su carácter. No quería herir los sentimientos de nadie y no tuvo el valor moral de reprender y reprobar el pecado. Sus hijos eran hombres viles y, aun así, no los apartó de sus responsabilidades. Profanaron la casa de Dios. Él lo supo y se sintió triste porque amaba la pureza y la justicia. Pero carecía de la fuerza moral necesaria para suprimir el mal. Amaba la paz y la armonía y se volvió más y más insensible a la impureza y al delito. Pero Dios se encargó del asunto con sus propias manos.
¡Qué lección encontramos aquí para los padres y los guardianes de la juventud, así como los que ministran en el servicio de Dios! Cuando no se corrigen los males porque los hombres tienen muy poco valor para reprender el error, o porque están poco interesados o son demasiado indolentes para invertir sus propias facultades en esforzarse honestamente para purificar la familia o la iglesia de Dios, son responsables del mal que pueda resultar como consecuencia de su abandono del deber. Somos tan responsables de los males que hubiésemos podido corregir en los demás mediante la reprensión, la advertencia o el ejercicio de la autoridad paterna o pastoral como si nosotros mismos hubiésemos cometido tales actos. (Testimonios para la iglesia, t. 4, pp. 507,508)
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