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Caín y Abel y sus ofrendas - Historia de La Redención

Capítulo 6

Caín y Abel y sus ofrendas

Este capítulo está basado en Génesis 4:1-15.

Cain y Abel, los hijos de Adán, tenían caracteres muy distintos. Abel temía a Dios. Caín, en cambio, albergaba sentimientos de rebeldía y murmuraba contra Dios por causa de la maldición pronunciada sobre su padre y porque la tierra había sido maldita por su pecado. A estos hermanos se les había enseñado todo lo concerniente a la provisión hecha para la salvación de la raza humana. Se les requirió que pusieran en práctica un sistema basado en la humilde obediencia, que manifestaran reverencia hacia Dios y su fe y su dependencia en el Redentor prometido, por medio de la muerte de los primogénitos del rebaño y la presentación solemne de ellos junto con su sangre como holocausto ofrecido al Señor. Ese sacrificio los induciría a recordar siempre su pecado y al Redentor venidero, que habría de ser el gran sacrificio realizado en favor del hombre.
 
Caín trajo su ofrenda a Dios mientras murmuraba y manifestaba infidelidad en su corazón con respecto al Sacrificio prometido. No estaba dispuesto a seguir estrictamente el plan de obedecer y conseguir un cordero para ofrecerlo con los frutos de la tierra. Simplemente tomó lo de la tierra y pasó por alto el requerimiento de Dios. El Señor había hecho saber a Adán que sin derramamiento de sangre no hay remisión del pecado. Caín no se preocupó siquiera por llevar lo mejor de sus frutos. Abel aconsejó a su hermano que no se presentara delante del Señor sin la sangre de los sacrificios. Caín, puesto que era el mayor, no quiso escuchar a su hermano. Despreció su consejo, y con dudas y murmuraciones con respecto a la necesidad de las ofrendas ceremoniales, presentó su ofrenda. Pero Dios no la aceptó.
 
Abel trajo los primogénitos de su rebaño, y de los mejores, como Dios lo había ordenado; y con humilde reverencia presentó su ofrenda con plena fe en el Mesías venidero. Dios la aceptó. Una luz procedente del cielo consumió la ofrenda de Abel. Caín no vio manifestación alguna de que la suya hubiera sido aceptada. Se airó con el Señor y con su hermano. Dios estuvo dispuesto a enviar a un ángel para que conversara con él.
 
Este le preguntó por qué estaba enojado, y le informó que si obraba bien y seguía las indicaciones que Dios le había dado, el Señor lo aceptaría y apreciaría su ofrenda. Pero que si no se sometía humildemente a los planes de Dios, y no creía ni le obedecía, ésta no podría ser aceptada. El ángel dijo a Caín que no había injusticia de parte de Dios, ni favoritismo por Abel, sino que como consecuencia de su propio pecado y desobediencia al expreso mandamiento del Señor, no podía aceptar su ofrenda; pero que si obraba bien sería aceptado por el Altísimo, y su hermano lo escucharía y él tomaría la delantera porque era el mayor.
 
Pero aun después de haber sido fielmente instruido, Caín no se arrepintió. En lugar de censurarse y aborrecerse por su incredulidad, siguió quejándose de la injusticia y la parcialidad de Dios. E impulsado por sus celos y su odio contendió con Abel y lo cubrió de reproches. Este mansamente señaló el error de su hermano y le demostró que el mal estaba en él mismo. Pero Caín odió a su hermano desde el momento cuando Dios le manifestó las pruebas de su aceptación. Abel trató de apaciguar su ira al recordarle la compasión que Dios había tenido al conservar con vida a sus padres cuando podría habérsela quitado inmediatamente. Le dijo que Dios los amaba, pues si así no hubiera sido no habría dado a su Hijo, inocente y santo, para que soportara la ira que el hombre merecía sufrir por su desobediencia.

El comienzo de la muerte

Mientras Abel justificaba el plan de Dios, Caín se enojó, y su odio creció y ardió contra Abel hasta que en un arrebato de ira le dio muerte. El Señor preguntó a Caín dónde estaba su hermano, y éste contestó con una mentira: “No sé. ¿Soy yo acaso guarda de mi hermano?” Dios le informó que estaba al tanto de su pecado, que conocía todos sus actos, hasta los pensamientos de su corazón, y le dijo: “La voz de la sangre de tu hermano clama a mí desde la tierra. Ahora, pues, maldito seas tú de la tierra, que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. Cuando labres la tierra, no te volverá a dar su fuerza; errante y extranjero serás en la tierra”. La maldición sobre la tierra fue al principio muy leve; pero entonces [después de la muerte de Abel] recayó sobre ella una doble maldición.

Caín y Abel representan dos clases de personas: los justos y los impíos, los creyentes y los incrédulos, que debían existir desde la caída del hombre hasta la segunda venida de Cristo. Caín, que mató a su hermano Abel, representa a los impíos que tendrían envidia de los justos y los odiarían porque serían mejores que ellos. Sentirían celos de los justos y los perseguirían y matarían porque sus buenas obras condenarían su conducta pecaminosa.

La vida de Adán fue una vida de tristeza, humildad y continuo arrepentimiento. Al enseñar a sus hijos y a sus nietos a temer a Jehová, con frecuencia se le reprochó amargamente su pecado, que había causado tanta miseria a su posteridad. Cuando salió del hermoso Edén, el pensamiento de que debía morir lo sacudió de horror. La muerte le pareció una terrible calamidad. Por primera vez se puso en contacto con la tremenda realidad de la muerte en la familia humana cuando su propio hijo Caín asesinó a su hermano Abel. Lleno de amargo remordimiento por causa de su propia transgresión, privado de su hijo Abel, con plena conciencia de que Caín era asesino, y reconociendo la maldición que Dios había pronunciado sobre él, el corazón de Adán se quebrantó de dolor. Con mucha amargura
se reprochó su primer gran pecado. Suplicó el perdón de Dios por medio del Sacrificio prometido. Sentía profundamente la ira de Dios por el crimen perpetrado en el paraíso. Fue testigo de la corrupción general que finalmente obligó a Dios a destruir a los habitantes de la tierra por medio de un diluvio. La sentencia de muerte que había pronunciado sobre él su Hacedor, que al principio le había parecido terrible, después de haber vivido algunos siglos le pareció justa y misericordiosa de parte de Dios, pues ponía fin a una vida miserable.
 
Cuando Adán vio las primeras señales de decadencia en la naturaleza, cuando cayeron las hojas y se marchitaron las flores, se lamentó mucho más de lo que los hombres en la actualidad se lamentan por causa de sus muertos. Las flores marchitas no eran la mayor causa de su pena, por ser más tiernas y delicadas, sino los altos, [58] nobles y robustos árboles que perdían sus hojas y se deterioraban; eran para él un preanuncio de la destrucción general de la hermosa naturaleza que Dios había creado para que beneficiara especialmente al hombre.
 
A sus hijos y a los hijos de ellos, hasta la novena generación, les describió las perfecciones de su hogar en el Edén, y también su caída y sus terribles resultados, y la carga de pesar que le sobrevino como consecuencia de la escisión que se produjo en su familia y que desembocó en la muerte de Abel. Les mencionó los sufrimientos que Dios había permitido que cayeran sobre él para enseñarle la necesidad de adherirse estrictamente a su ley. Les declaró que el pecado sería castigado en cualquiera de sus manifestaciones. Les suplicó que obedecieran a Dios, quien sería misericordioso con ellos si lo amaban y lo temían.
 
Los ángeles se comunicaron con Adán después de su caída y le informaron acerca del plan de salvación, y de que la raza humana no estaba fuera del alcance de la redención. A pesar de la terrible separación que se había producido entre Dios y el hombre, se había hecho provisión en la ofrenda de su amado Hijo, por medio de quien éste podía ser salvo. Pero su única esperanza era vivir una existencia de humilde arrepentimiento y fe en la provisión hecha. Todos los que aceptaran a Cristo como su único Salvador gozarían de nuevo del favor de Dios por medio de los méritos de su Hijo.


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