Jueves 11 de julio: El año del jubileo
En el plan de Dios para Israel, cada familia tenía su propia casa en suficiente tierra de labranza. De este modo quedaban asegurados los medios y el incentivo para hacer posible una vida provechosa, laboriosa e independiente...
Al establecerse Israel en Canaán, la tierra fué repartida entre todo el pueblo, menos los levitas que, en calidad de ministros del santuario, quedaban exceptuados de la repartición. Las tribus fueron empadronadas por familias, y a cada familia, según el número de sus miembros, le fué concedida una heredad.
Y si bien era cierto que uno podía enajenar su posesión por algún tiempo, no podía, sin embargo, deshacerse definitivamente de ella en perjuicio de la herencia de sus hijos. En cuanto pudiese rescatar su heredad, le era lícito hacerlo en cualquier momento. Las deudas eran perdonadas cada séptimo año, y cada cincuenta años, o sea en ocasión del jubileo, todas las fincas volvían a sus primitivos dueños. (Ministerio de curación, pp. 122, 123)
Por medio de la distribución de la tierra entre los miembros del pueblo, Dios proveyó para ellos, igual que a los moradores del Edén, la ocupación más favorable al desarrollo: El cuidado de las plantas y los animales. Otra provisión para la educación fue la suspensión de toda labor agrícola cada séptimo año, durante el cual se dejaba abandonada la tierra, y sus productos espontáneos pertenecían al pobre. De ese modo se daba oportunidad para profundizar el estudio, para que se realizaran cultos y hubiera intercambio social, y para [41] practicar la generosidad, frecuentemente descuidada por los afanes y trabajos de la vida. (La educación, pp. 35, 36)
Cristo vino a esta tierra para andar y obrar entre los pobres y sufrientes. Ellos recibieron su atención en mayor medida. Y hoy, en la persona de sus hijos, él visita a los pobres y menesterosos, disipando la desgracia y aliviando el sufrimiento.
Suprímase el sufrimiento y la necesidad, y no tendríamos modo de comprender la misericordia y el amor de Dios, ni una forma de conocer al Padre celestial, lleno de compasión y simpatía. Nunca ostenta el Evangelio un aspecto más hermoso que cuando se lo predica en las regiones más necesitadas y destituidas. Es entonces cuando su luz brilla con el resplandor más claro y la mayor intensidad. La verdad de la Palabra de Dios penetra en la choza del campesino; los rayos del sol de justicia alumbran la cabaña tosca de los pobres, trayendo alegría a los enfermos y sufrientes. Los ángeles de Dios están presentes, y la sencilla fe que se demuestra transforma el pedazo de pan y el vaso de agua en un banquete. El Salvador que perdona los pecados les da la bienvenida a los pobres e ignorantes, y les da a comer del pan que desciende del cielo. Beben el agua de la vida. Por medio de la fe y el perdón, los despreciados y abandonados son elevados a la dignidad de, hijos e hijas de Dios. Habiendo sido levantados por encima de este mundo, se sientan en los lugares celestiales en Cristo. Pueden no poseer tesoros terrenales, pero han hallado la Perla de gran precio. (Testimonios para la iglesia, t. 7, pp. 220, 221)
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