Domingo 18 de agosto: El sermón del Monte
Las bienaventuranzas constituyeron su saludo para toda la familia humana. Al contemplar la gran multitud reunida para escuchar el Sermón del Monte, pareció olvidar por el momento que no se hallaba en el cielo, y usó el saludo familiar del mundo de la luz. De sus labios brotaron bendiciones como de un manantial por largo tiempo obstruido.
Apartándose de los ambiciosos y engreídos favoritos de este mundo, declaró que serían bendecidos los que, aunque fuera grande su necesidad, recibieran su luz y su amor. Tendió sus brazos a los pobres en espíritu, afligidos, perseguidos, diciendo: “Venid a mí [...] y yo os haré descansar”8.
En todo ser humano percibía posibilidades infinitas. Veía a los hombres según podrían ser transformados por su gracia, en “la luz de Jehová nuestro Dios”9. Al mirarlos con esperanza, inspiraba esperanza. Al saludarlos con confianza, inspiraba confianza. Al revelar en sí mismo el verdadero ideal del hombre, despertaba el deseo y la fe de obtenerlo. En su presencia, las almas despreciadas y caídas se percataban de que todavía eran seres humanos, y anhelaban demostrar que eran dignas de su consideración. En más de un corazón que parecía muerto a todas las cosas santas, se despertaron nuevos impulsos. A más de un desesperado se presentó la posibilidad de una nueva vida. (La educación, p. 67)
No es la voluntad de Dios que nos aislemos del mundo. Pero mientras estemos en el mundo debemos santificarnos a Dios. No debemos copiar al mundo. Debemos vivir en el mundo como una influencia correctora, como la sal que retiene su sabor. Entre una generación impía, impura e idólatra, debemos ser puros y santos, y demostrar que la gracia de Cristo tiene poder para restaurar en el ser humano la semejanza divina. Debemos ejercer una influencia salvadora para el mundo.
“Esta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe”. 1 Juan 5:4. El mundo se ha convertido en un lazareto de pecado, en una corrupción en masa. No conoce a los hijos de Dios porque no le conoce a él. No debemos practicar sus métodos ni seguir sus costumbres. Debemos resistir continuamente los principios relajados. Cristo dijo a sus seguidores: “Así alumbre vuestra luz delante de los hombres, para que vean vuestras buenas obras, y glorifiquen a vuestro Padre que está en los cielos”. Mateo 5:16. (Consejos sobre la salud, pp. 645, 646)
El reino de Dios no viene con manifestaciones externas. Viene mediante la dulzura de la inspiración de su Palabra, la obra interior de su Espíritu, y la comunión del alma con Aquel que es su vida. La mayor demostración de su poder se advierte en la naturaleza humana llevada a la perfección del carácter de Cristo.
Los discípulos de Cristo han de ser la luz del mundo, pero Dios no les pide que hagan esfuerzo alguno para brillar. No aprueba los intentos llenos de satisfacción propia para ostentar una bondad superior. Desea que las almas sean impregnadas de los principios del cielo, pues entonces, al relacionarse con el mundo, manifestarán la luz que hay en ellos. Su inquebrantable fidelidad en cada acto de la vida será un medio de iluminación. (Ministerio de curación, p. 23)
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