Miércoles 4 de setiembre. Nuestra humanidad común
Con frecuencia los israelitas parecían no poder o no querer comprender el propósito de Dios en favor de los paganos. Sin embargo, este propósito era lo que había hecho de ellos un pueblo separado, y los había establecido como nación independiente entre los pueblos de la tierra. Abrahán, su padre, a quien se diera por primera vez la promesa del pacto, había sido llamado a salir de su parentela hacia regiones lejanas, para que pudiese comunicar la luz a los paganos.
Las condiciones de este pacto que abarcaba a todos eran familiares para los hijos de Abrahán y para los hijos de sus hijos. A fin de que los israelitas pudiesen ser una bendición para las naciones, y para que el nombre de Dios se conociese “en toda la tierra” (Éxodo 9:16), fueron librados de la servidumbre egipcia. Si obedecían a sus requerimientos, se verían colocados muy a la vanguardia de los otros pueblos en cuanto a sabiduría y entendimiento; pero esta supremacía se alcanzaría y se conservaría tan sólo para que por su medio se cumpliese el propósito de Dios para “todas las gentes de la tierra.” (Profetas y reyes, pp. 238, 239)
Así Cristo trataba de enseñar a sus discípulos la verdad de que en el reino de Dios no hay fronteras nacionales, ni castas, ni aristocracia; que ellos debían ir a todas las naciones, llevándoles el mensaje del amor del Salvador. Pero sólo más tarde comprendieron ellos en toda su plenitud que Dios “de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habitasen sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los términos de la habitación de ellos; para que buscasen a Dios, si en alguna manera, palpando, le hallen; aunque cierto no está lejos de cada uno de nosotros.” Hechos 17:26, 27.
A fin de realizar con éxito la obra a la cual habían sido llamados, estos hombres, de diferentes características naturales y hábitos de vida, necesitaban unirse en sentimiento, pensamiento y acción. Cristo se propuso conseguir esta unidad. Con ese fin trató de unirlos con él mismo. (Hechos de los apóstoles, p. 16)
Los maestros judíos se exaltaban a sí mismos como justos; llamaban malditos a todos los que eran diferentes a ellos, y les cerraban las puertas del reino de los cielos, declarando que no eran justos los que no habían aprendido en sus escuelas. Pero con todas sus críticas y exigencias, con todas sus formas y ceremonias, eran una ofensa para Dios. Rebajaban y despreciaban precisamente a los que eran preciosos a la vista del Señor...
El bautismo del Espíritu Santo despejará las suposiciones humanas, derribará barreras erigidas por nosotros mismos, y hará que cese el sentimiento de que “yo soy más santo que tú”.—Carta 5, 1889. (A fin de conocerle, p. 115)
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