SÁBADO 21 DE SEPTIEMBRE: UNA COMUNIDAD DE SIERVOS
Aquellos que pertenecen a la familia de la fe nunca debieran dejar de reunirse, porque éste es el medio que Dios ha designado para conducir a sus hijos a la unidad, a fin de que con amor y compañerismo cristiano se ayuden y fortalezcan y animen unos a otros. ...
Como hermanos en nuestro Señor, somos llamados por una santa vocación a una vida santa y feliz. Habiendo entrado por la senda estrecha de la obediencia, refresquemos nuestras mentes mediante la comunión de unos con otros y con Dios. Mientras vemos aproximarse el día de Dios, reunámonos a menudo para estudiar su Palabra y exhortarnos unos a otros a ser fieles hasta el fin. Estas reuniones son el medio designado por Dios por el cual tenemos la oportunidad de hablarnos unos a otros y de obtener toda la ayuda posible para prepararnos en forma debida, a fin de recibir en las asambleas celestiales el cumplimiento de la promesa de nuestra heredad. (Nuestra elevada vocación, p. 172)
Dios está llamando a hombres que estén dispuestos a abandonarlo todo para hacerse misioneros suyos, y el llamamiento recibirá respuesta. En toda edad, desde el advenimiento de Cristo, la comisión evangélica impulsó a hombres y mujeres a ir hasta los cabos de la tierra para proclamar las buenas nuevas de la salvación a los que habitaban en tinieblas. Conmovidos por el amor de Cristo y las necesidades de los perdidos, hubo hombres que dejaron las comodidades del hogar y la compañía de amigos, aun la de su esposa e hijos para ir a países extranjeros, entre idólatras y salvajes, a proclamar el mensaje de misericordia. Muchos perdieron la vida en la tentativa, pero otros se levantaron para proseguir la obra. Así ha progresado la causa de Cristo paso a paso y la semilla sembrada en medio de pesares rindió abundante mies. El conocimiento de Dios se extendió, y el estandarte de la cruz se enarboló en tierras paganas.
No hay nada más precioso a la vista de Dios que sus ministros, que van a los lugares yermos de la tierra para sembrar la semilla de la verdad, esperanzados en la mies. Nadie sino Cristo puede medir la solicitud de sus siervos mientras buscan a los perdidos. El les imparte su espíritu, y hay almas que por sus esfuerzos son inducidas a apartarse del pecado y acercarse a la justicia. (Obreros evangélicos, p. 410)
Los discípulos no hacían ningún ademán de servirse unos a otros. Jesús aguardó un rato para ver lo que iban a hacer. Luego él, el Maestro divino, se levantó de la mesa. Poniendo a un lado el manto exterior que habría impedido sus movimientos, tomó una toalla y se ciñó. Con sorprendido interés, los discípulos miraban, y en silencio esperaban para ver lo que iba a seguir. “Luego puso agua en un lebrillo, y comenzó a lavar los pies de los discípulos, y a limpiarlos con la toalla con que estaba ceñido.” Esta acción abrió los ojos de los discípulos. Amarga vergüenza y humillación llenaron su corazón. Comprendieron el mudo reproche, y se vieron desde un punto de vista completamente nuevo.
Así expresó Cristo su amor por sus discípulos. El espíritu egoísta de ellos le llenó de tristeza, pero no entró en controversia con ellos acerca de la dificultad. En vez de eso, les dió un ejemplo que nunca olvidarían. Su amor hacia ellos no se perturbaba ni se apagaba fácilmente. Sabía que el Padre había puesto todas las cosas en sus manos, y que él provenía de Dios e iba a Dios. Tenía plena conciencia de su divinidad; pero había puesto a un lado su corona y vestiduras reales, y había tomado forma de siervo. Uno de los últimos actos de su vida en la tierra consistió en ceñirse como siervo y cumplir la tarea de un siervo. (El Deseado de todas las gentes, pp. 593,594)
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