Y les dijo: Cuando oréis, decid: Padre nuestro que estás en los cielos, santificado sea tu nombre. Venga tu reino. Lucas 11:2.
Para santificar el nombre del Señor se requiere que las palabras que empleamos al hablar del Ser Supremo sean pronunciadas con reverencia. “Santo y temible es su nombre”. Salmos 111:9. Nunca debemos mencionar con liviandad los títulos ni los apelativos de la Deidad. Por medio de la oración entramos en la sala de audiencia del Altísimo y debemos comparecer ante él con pavor sagrado. Los ángeles velan sus rostros en su presencia. Los querubines y los esplendorosos y santos serafines se acercan a su trono con reverencia solemne. ¡Cuánto más debemos nosotros, seres finitos y pecadores, presentarnos en forma reverente delante del Señor, nuestro Creador!
Pero santificar el nombre del Señor significa mucho más que esto. Podemos manifestar, como los judíos contemporáneos de Cristo, la mayor reverencia externa hacia Dios y, no obstante, profanar su nombre continuamente. “El nombre de Jehová” es “fuerte, misericordioso y piadoso; tardo para la ira y grande en
misericordia y verdad... que perdona la iniquidad, la rebelión y el pecado”. Éxodo 34:5-7. Se dijo de la iglesia de Cristo: “Se la llamará: Jehová justicia nuestra”. Este nombre se da a todo discípulo de Cristo. Es la herencia del hijo de Dios. La familia se conoce por el nombre del Padre. El profeta Jeremías, en tiempo
de tribulación y gran dolor, oró: “Sobre nosotros es invocado tu nombre; no nos desampares”. Jeremías 14:9.
Este nombre es santificado por los ángeles del cielo y por los habitantes de los mundos sin pecado. Cuando oramos “Santificado sea tu nombre”, pedimos que lo sea en este mundo, en nosotros mismos. Dios nos ha reconocido delante de la humanidad y ángeles como sus hijos; pidámosle ayuda para no deshonrar el “buen nombre que fue invocado sobre” nosotros. Santiago 2:7.
Dios nos envía al mundo como sus representantes. En todo acto de la vida, debemos manifestar el nombre de Dios. Esta petición exige que poseamos su carácter. No podemos santificar su nombre ni representarlo ante el mundo, a menos que en nuestra vida y carácter representemos la vida y el carácter de Dios. Esto podrá hacerse únicamente cuando aceptemos la gracia y la justicia de Cristo.—El Discurso Maestro de Jesucristo, 91, 92.
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