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Capítulo 10—Los dos lenguajes de la providencia - El Camino a Cristo


 Capítulo 10—Los dos lenguajes de la providencia

Son muchas las maneras en que Dios procura dársenos a conocer y ponernos en comunión con El. La naturaleza habla sin cesar a nuestros sentidos. El corazón que esté preparado quedará impresionado por el amor y la gloria de Dios según los revelan las obras de sus manos. El oído atento puede escuchar y entender las comunicaciones de Dios por las cosas de la naturaleza. Los verdes campos, los elevados árboles, los capullos y las flores, la nubecilla que pasa, la lluvia que cae, el arroyo que murmura, las glorias de los cielos, hablan a nuestro corazón y nos invitan a conocer a Aquel que lo hizo todo.

Nuestro Salvador entrelazó sus preciosas lecciones con las cosas de la naturaleza. Los árboles, los pájaros, las flores de los valles, las colinas, los lagos y los hermosos cielos, así como los incidentes y las circunstancias de la vida diaria, fueron todos ligados a las palabras de verdad, para que así sus lecciones fuesen traídas a menudo a la memoria, aun en medio de los cuidados de la vida de trabajo del hombre.

Dios quiere que sus hijos aprecien sus obras y se deleiten en la sencilla y tranquila hermosura con que El adornó nuestra morada terrenal. El es amante de lo bello, y sobre todo ama la belleza del [86] carácter, que es más atractiva que todo lo externo, y quiere que cultivemos la pureza y la sencillez, gracias características de las flores.

Si tan sólo queremos escuchar, las obras que Dios creó nos enseñarán preciosas lecciones de obediencia y confianza. Desde las estrellas que en su carrera sin huella por el espacio siguen de siglo en siglo los derroteros que les asignó, hasta el átomo más diminuto, las cosas de la naturaleza obedecen a la voluntad del Creador. Y Dios cuida y sostiene todo lo que creó. El que sustenta los innumerables mundos diseminados por la inmensidad, también tiene cuidado del gorrioncillo que entona sin temor su humilde canto. Cuando los hombres van a su trabajo, o están orando; cuando se acuestan por la noche o se levantan por la mañana; cuando el rico se sacia en el palacio, o cuando el pobre reúne a sus hijos alrededor de su escasa mesa, el Padre celestial vigila tiernamente a todos. No se derraman lágrimas sin que El lo note. No hay sonrisa que para El pase inadvertida.

Si creyéramos implícitamente esto, desecharíamos toda ansiedad indebida. Nuestras vidas no estarían tan llenas de desengaños como ahora; porque cada cosa, grande o pequeña, se dejaría en las manos de Dios, quien no se confunde por la multiplicidad de los cuidados, ni se abruma por su peso. Entonces nuestra alma gozaría de un reposo que muchos desconocen desde hace largo tiempo.

Cuando vuestros sentidos se deleiten en la amena belleza de la tierra, pensad en el mundo venidero, que nunca conocerá mancha de pecado ni de muerte; donde la faz de la naturaleza no llevará más la sombra de la maldición. Represéntese vuestra imaginación la morada de los salvos; y recordad que será más gloriosa que cuanto pueda figurarse la más brillante imaginación. En los variados dones de Dios en la naturaleza no vemos sino el reflejo más pálido de su gloria. Está escrito: “Cosas que ojo no vió, ni oído oyó, y que jamás entraron en pensamiento humano—las cosas grandes que ha preparado Dios para los que le aman.”1

El poeta y el naturalista tienen muchas cosas que decir acerca de la naturaleza, pero es el creyente quien más goza de la belleza de la tierra, porque reconoce la obra de las manos de su Padre y percibe su amor, en la flor, el arbusto y el árbol. Nadie que no los mire como una expresión del amor de Dios al hombre puede apreciar plenamente la significación de la colina, del valle, del río y del mar.

Dios nos habla mediante sus obras providenciales y la influencia de su Espíritu Santo en el corazón. En nuestras circunstancias y ambiente, en los cambios que suceden diariamente en torno nuestro podemos encontrar preciosas lecciones, si tan sólo nuestros corazones están abiertos para recibirlas. El salmista, rastreando la obra de la Providencia divina, dice: “La tierra está llena de la misericordia de Jehová.”2 “¡Quien sea sabio, observe estas cosas; y consideren todos la misericordia de Jehová!”3

Dios nos habla también en su Palabra. En ella tenemos, en líneas más claras, la revelación de su carácter, de su trato con los hombres y de la gran obra de la redención. En ella se nos presenta la historia de los patriarcas, profetas y otros hombres santos de la antigüedad. Ellos estaban sujetos “a las mismas debilidades que nosotros.”4 Vemos cómo lucharon entre descorazonamientos como los nuestros, cómo cayeron bajo tentaciones como hemos caído nosotros y sin embargo cobraron nuevo valor y vencieron por la gracia de Dios, y recordándolos, nos animamos en nuestra lucha por la justicia. Al leer el relato de los preciosos sucesos que se les permitió experimentar, la luz, el amor y la bendición que les tocó gozar y la obra que hicieron por la gracia a ellos dada, el espíritu que los inspiró enciende en nosotros un fuego de santo celo, un deseo de ser como ellos en carácter y de andar con Dios como ellos.

El Señor Jesús dijo de las Escrituras del Antiguo Testamento, y cuánto más cierto es esto acerca del Nuevo: “Ellas son las que dan testimonio de mí,”5 el Redentor, Aquel en quien se concentran vuestras esperanzas de la vida eterna. Sí, la Biblia entera nos habla de Cristo. Desde el primer relato de la creación, de la cual se dice: “Sin él nada de lo que es hecho, fué hecho,”6 hasta la última promesa: “¡He aquí, yo vengo presto!”7 leemos acerca de sus obras y escuchamos su voz. Si deseáis conocer al Salvador, estudiad las Santas Escrituras.

Llenad vuestro corazón con las palabras de Dios. Son el agua viva que apaga vuestra sed. Son el pan vivo que descendió del cielo. Jesús declara: “A menos que comáis la carne del Hijo del hombre, y bebáis su sangre, no tendréis vida en vosotros.” Y al explicarse, dice: “Las palabras que yo os he hablado espíritu y vida son.”8 Nuestros cuerpos viven de lo que comemos y bebemos; y lo que sucede en la vida natural sucede en la espiritual: lo que meditamos es lo que da tono y vigor a nuestra naturaleza espiritual.

El tema de la redención es un tema que los ángeles desean escudriñar; será la ciencia y el canto de los redimidos durante las interminables edades de la eternidad. ¿No es un tema digno de atención y estudio ahora? La infinita misericordia y el amor de Jesús, el sacrificio hecho en nuestro favor, demandan de nosotros la más seria y solemne reflexión. Debemos espaciarnos en el carácter de nuestro querido Redentor e Intercesor. Debemos meditar en la misión de Aquel que vino a salvar a su pueblo de sus pecados. Cuando contemplemos así los asuntos celestiales, nuestra fe y amor serán más fuertes y nuestras oraciones más aceptables a Dios, porque se elevarán acompañadas de más fe y amor. Serán inteligentes y fervorosas. Habrá una confianza constante en Jesús y una experiencia viva y diaria en su poder de salvar completamente a todos los que van a Dios por medio de El.

Mientras meditemos en la perfección del Salvador desearemos ser enteramente transformados y renovados conforme a la imagen de su pureza. Nuestra alma tendrá hambre y sed de llegar a ser como Aquel a quien adoramos. Cuanto más concentremos nuestros pensamientos en Cristo, más hablaremos de El a otros y mejor le representaremos ante el mundo.

La Biblia no fué escrita solamente para el hombre erudito; al contrario, fué destinada a la gente común. Las grandes verdades necesarias para la salvación están presentadas con tanta claridad como la luz del mediodía; y nadie equivocará o perderá el camino, salvo los que sigan su juicio privado en vez de la voluntad divina tan claramente revelada.

No debemos conformarnos con el testimonio de hombre alguno en cuanto a lo que enseñan las Santas Escrituras, sino que debemos estudiar las palabras de Dios por nosotros mismos. Si dejamos que otros piensen por nosotros, nuestra energía quedará mutilada y limitadas nuestras aptitudes. Las nobles facultades del alma pueden reducirse tanto por no ejercitarse en temas dignos de su concentración, que lleguen a ser incapaces de penetrar la profunda significación de la Palabra de Dios. La inteligencia se desarrolla si se emplea en investigar la relación de los asuntos de la Biblia, comparando escritura con escritura y lo espiritual con lo espiritual.

No hay ninguna cosa mejor para fortalecer la inteligencia que el estudio de las Santas Escrituras. Ningún otro libro es tan potente para elevar los pensamientos, para dar vigor a las facultades, como las grandes y ennoblecedoras verdades de la Biblia. Si se estudiara la Palabra de Dios como se debe, los hombres tendrían una grandeza de espíritu, una nobleza de carácter y una firmeza de propósito que raramente pueden verse en estos tiempos.

No se saca sino un beneficio muy pequeño de una lectura precipitada de las Sagradas Escrituras. Uno puede leer toda la Biblia y quedarse, sin embargo, sin ver su belleza o comprender su sentido profundo y oculto. Un pasaje estudiado hasta que su significado nos sea claro y evidentes sus relaciones con el plan de salvación, resulta de mucho más valor que la lectura de muchos capítulos sin un propósito determinado y sin obtener una instrucción positiva. Tened vuestra Biblia a mano. Leedla cuando tengáis oportunidad; fijad los textos en vuestra memoria. Aun al ir por la calle podéis leer un pasaje y meditar en él hasta que se grabe en la mente.

No podemos obtener sabiduría sin una atención verdadera y un estudio con oración. Algunas porciones de la Santa Escritura son en verdad demasiado claras para que se puedan entender mal; pero hay otras cuyo significado no es superficial, y no se discierne a primera vista. Se debe comparar pasaje con pasaje. Debe haber un escudriñamiento cuidadoso y una reflexión acompañada de oración. Y tal estudio será abundantemente recompensado. Como el minero descubre vetas de precioso metal ocultas debajo de la superficie de la tierra, así también el que con perseverancia escudriña la Palabra de Dios en busca de sus tesoros escondidos encontrará verdades del mayor valor ocultas de la vista del investigador descuidado. Las palabras de la inspiración, meditadas en el alma, serán como ríos de agua que manan de la fuente de la vida.

Nunca se deben estudiar las Sagradas Escrituras sin oración. Antes de abrir sus páginas debemos pedir la iluminación del Espíritu Santo, y ésta nos será dada. Cuando Natanael fué al Señor Jesús, el Salvador exclamó: “He aquí verdaderamente un israelita, en quien no hay engaño.” Dícele Natanael: “¿De dónde me conoces?” Y Jesús respondió: “Antes que Felipe te llamara, cuando estabas bajo la higuera, te vi.”9 Así también nos verá el Señor Jesús en los lugares secretos de oración, si le buscamos para que nos dé luz y nos permita saber lo que es la verdad. Los ángeles del mundo de luz acompañarán a los que busquen con humildad de corazón la dirección divina.

El Espíritu Santo exalta y glorifica al Salvador. Está encargado de presentar a Cristo, la pureza de su justicia y la gran salvación que obtenemos por El. El Señor Jesús dijo: El Espíritu “tomará de lo mío, y os lo anunciará.”10 El Espíritu de verdad es el único maestro eficaz de la verdad divina. ¡Cuánto no estimará Dios a la raza humana, siendo que dió a su Hijo para que muriese por ella, y manda su Espíritu para que sea de continuo el maestro y guía del hombre! 

1 1 Corintios 2:9.
2 Salmos 33:5.
3 Salmos 107:43.
4 Santiago 5:17.
5 Juan 5:39.
6 Juan 1:3 (V. Valera).
7 Apocalipsis 22:12.
8 Juan 6:53, 63.
9 Juan 1:47, 48.
10 Juan 16:14.

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