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Capítulo 8—El secreto del crecimiento - El camino a Cristo


Capítulo 8—El secreto del crecimiento

En la escritura se llama nacimiento al cambio de corazón por el cual somos hechos hijos de Dios. También se lo compara con la germinación de la buena semilla sembrada por el labrador. De igual modo se habla de los recién convertidos a Cristo como de “niños recién nacidos,” que deben ir “creciendo”1 hasta llegar a la estatura de hombres en Cristo Jesús. Como la buena simiente en el campo, tienen que crecer y dar fruto. Isaías dice que serán “llamados árboles de justicia, plantados por Jehová mismo, para que él sea glorificado.”2 Se sacan así ilustraciones del mundo natural para ayudarnos a entender mejor las verdades misteriosas de la vida espiritual.

Toda la sabiduría e inteligencia de los hombres no puede dar vida al objeto más diminuto de la naturaleza. Solamente por la vida que Dios mismo les ha dado pueden vivir las plantas y los animales. Asimismo es sólo mediante la vida de Dios como se engendra la vida espiritual en el corazón de los hombres. Si el hombre no “naciere de nuevo”3 no puede ser hecho participante de la vida que Cristo vino a dar.

Lo que sucede con la vida, sucede con el crecimiento. Dios es el que hace florecer el capullo y fructificar las flores. Su poder es el que hace a la simiente desarrollar “primero hierba, luego espiga, luego grano lleno en la espiga.”4 El profeta Oseas dice que Israel “echará flores como el lirio.” “Serán revivificados como el trigo, y florecerán como la vid.”5 Y el Señor Jesús dice: “Considerad los lirios, cómo crecen.”6 Las plantas y las flores no crecen por su propio cuidado, solicitud o esfuerzo, sino porque reciben lo que Dios proporcionó para favorecer su vida. El niño no puede por su solicitud o poder propio añadir algo a su estatura. Ni vosotros podréis por vuestra solicitud o esfuerzo conseguir el crecimiento espiritual. La planta y el niño crecen al recibir de la atmósfera circundante aquello que sostiene su vida: el aire, el sol y el alimento. Lo que estos dones de la naturaleza son para los animales y las plantas, llega a serlo Cristo para los que en El confían. El es su “luz eterna,” “escudo y sol.”7 Será “como el rocío a Israel.” “Descenderá como la lluvia sobre el césped cortado.”8 El es el agua viva, “el pan de Dios... que descendió del cielo, y da vida al mundo.”9

En el don incomparable de su Hijo, Dios rodeó al mundo entero con una atmósfera de gracia tan real como el aire que circula en derredor del globo. Todos los que decidan respirar esta atmósfera vivificante vivirán y crecerán hasta alcanzar la estatura de hombres y mujeres en Cristo Jesús.

Como la flor se vuelve hacia el sol para que los brillantes rayos le ayuden a perfeccionar su belleza y simetría, así debemos volvernos hacia el Sol de justicia, a fin de que la luz celestial brille sobre nosotros y nuestro carácter se transforme a la imagen de Cristo. El Señor Jesús enseña la misma cosa cuando dice: “Permaneced en mí, y yo en vosotros. Como no puede el sarmiento llevar fruto de sí mismo, si no permaneciere en la vid, así tampoco vosotros, si no permaneciereis en mí. ... Porque separados de mí nada podéis hacer.”10 Como la rama depende del tronco principal para su crecimiento y fructificación, así también vosotros necesitáis el auxilio de Cristo para poder vivir una vida santa. Fuera de El no tenéis vida. No hay poder en vosotros para resistir la tentación o para crecer en la gracia o en la santidad. Morando en El, podéis florecer. Recibiendo vuestra vida de El, no os marchitaréis ni seréis estériles. Seréis como el árbol plantado junto a arroyos de aguas.

Muchos tienen la idea de que deben hacer alguna parte de la obra solos. Confiaron en Cristo para obtener el perdón de sus pecados, pero ahora procuran vivir rectamente por sus propios esfuerzos. Mas todo esfuerzo tal fracasará. El Señor Jesús dice: “Porque separados de mí nada podéis hacer.” Nuestro crecimiento en la gracia, nuestro gozo, nuestra utilidad, todo depende de nuestra unión con Cristo. Sólo estando en comunión con El diariamente y permaneciendo en El cada hora es como hemos de crecer en la gracia. El no es solamente el autor de nuestra fe sino también su consumador. Ocupa el primer lugar, el último y todo otro lugar. Estará con nosotros, no sólo al principio y al fin de nuestra carrera, sino en cada paso del camino. David dice: “A Jehová he puesto siempre delante de mí; porque estando él a mi diestra, no resbalaré.”11

Preguntaréis tal vez: “¿Cómo permaneceremos en Cristo?” Pues, del mismo modo en que le recibisteis al principio. “De la manera, pues, que recibisteis a Cristo Jesús el Señor, así andad en él.” “El justo... vivirá por la fe.”12 Os entregasteis a Dios para ser completamente suyos, para servirle y obedecerle, y aceptasteis a Cristo como vuestro Salvador. No podíais por vosotros mismos expiar vuestros pecados o cambiar vuestro corazón; pero habiéndoos entregado a Dios, creísteis que por causa de Cristo el Señor hizo todo aquello por vosotros. Por la fe llegasteis a ser de Cristo, y por la fe tenéis que crecer en El, dando y recibiendo. Tenéis que darle todo: el corazón, la voluntad, la vida, daros a El para obedecerle en todo lo que os pida; y debéis recibirlo todo: a Cristo, la plenitud de toda bendición, para que more en vuestro corazón, sea vuestra fuerza, vuestra justicia, vuestro eterno Auxiliador, y os dé poder para obedecer.


Conságrate a Dios todas las mañanas; haz de esto tu primer trabajo. Sea tu oración: “Tómame ¡oh Señor! como enteramente tuyo. Pongo todos mis planes a tus pies. Usame hoy en tu servicio. Mora conmigo, y sea toda mi obra hecha en ti.” Este es un asunto diario. Cada mañana, conságrate a Dios por ese día. Somete todos tus planes a El, para ponerlos en práctica o abandonarlos, según te lo indicare su providencia. Podrás así poner cada día tu vida en las manos de Dios, y ella será cada vez más semejante a la de Cristo. 

La vida en Cristo es una vida de reposo. Tal vez no haya éxtasis de los sentimientos, pero debe haber una confianza continua y apacible. Tu esperanza no se cifra en ti mismo, sino en Cristo. Tu debilidad está unida a su fuerza, tu ignorancia a su sabiduría, tu fragilidad a su eterno poder. Así que no has de mirar a ti mismo ni depender de ti, sino mirar a Cristo. Piensa en su amor, en la belleza y perfección de su carácter. Cristo en su abnegación, Cristo en su humillación, Cristo en su pureza y santidad, Cristo en su incomparable amor: tal es el tema que debe contemplar el alma. Amándole, imitándole, dependiendo enteramente de El, es como serás transformado a su semejanza.

El Señor dice: “Permaneced en mí.” Estas palabras expresan una idea de descanso, estabilidad, confianza. También nos invita: “¡Venid a mí... y os daré descanso!”13 Las palabras del salmista hacen resaltar el mismo pensamiento: “Confía calladamente en Jehová, y espérale vuestra fortaleza.”14 Este descanso no se obtiene en la inactividad; porque en la invitación del Salvador la promesa de descanso va unida con un llamamiento a trabajar: “Tomad mi yugo sobre vosotros, y... hallaréis descanso.”15 El corazón que más plenamente descansa en Cristo es el más ardiente y activo en el trabajo para El.

Cuando pensamos mucho en nosotros mismos, nos alejamos de Cristo, la fuente de la fortaleza y la vida. Por esto Satanás se esfuerza constantemente por mantener la atención apartada del Salvador, a fin de impedir la unión y comunión del alma con Cristo. Valiéndose de los placeres del mundo, los cuidados, perplejidades y tristezas de la vida, así como de nuestras propias faltas e imperfecciones, o de las ajenas, procura desviar nuestra atención hacia todas estas cosas, o hacia algunas de ellas. No nos dejemos engañar por sus maquinaciones. Con demasiada frecuencia logra que muchos, realmente concienzudos y deseosos de vivir para Dios, se detengan en sus propios defectos y debilidades, y separándolos así de Cristo, espera obtener la victoria. No debemos hacer de nuestro yo el centro de nuestros pensamientos, ni alimentar ansiedad ni temor acerca de si seremos salvos o no. Todo esto desvía el alma de la Fuente de nuestra fortaleza. Encomendemos a Dios la custodia de nuestra alma, y confiemos en El. Hablemos del Señor Jesús y pensemos en El. Piérdase en El nuestra personalidad. Desterremos toda duda; disipemos nuestros temores. Digamos con el apóstol Pablo: “Vivo; mas no ya yo, sino que Cristo vive en mí: y aquella vida que ahora vivo en la carne, la vivo por la fe en el Hijo de Dios, el cual me amó, y se dió a sí mismo por mí.”16 Reposemos en Dios. El puede guardar lo que le hemos confiado. Si nos ponemos en sus manos, nos hará más que vencedores por medio de Aquel que nos amó.

Cuando Cristo se humanó, vinculó a la humanidad consigo mediante un lazo que ningún poder es capaz de romper, salvo la decisión del hombre mismo. Satanás nos presentará de continuo incentivos para inducirnos a romper ese lazo, a decidir que nos separemos de Cristo. Necesitamos velar, luchar y orar, para que nada pueda inducirnos a elegir otro maestro; pues estamos siempre libres para hacer esto. Mantengamos por lo tanto los ojos fijos en Cristo, y El nos preservará. Confiando en Jesús, estamos seguros. Nada puede arrebatarnos de su mano. Si le contemplamos constantemente, “somos con paciencia.” E Isaías asegura que “en quietud y en confianza será transformados en la misma semejanza, de gloria en gloria, así como por el Espíritu del Señor.”17

Así fué como los primeros discípulos llegaron a asemejarse a su amado Salvador. Cuando aquellos discípulos oyeron las palabras de Jesús, sintieron su necesidad de El. Le buscaron, le encontraron y le siguieron. Estaban con El en la casa, a la mesa, en los lugares apartados, en el campo. Le acompañaban como era costumbre que los discípulos siguiesen a un maestro, y diariamente recibían de sus [73] labios lecciones de santa verdad. Le miraban como los siervos a su señor, para aprender cuáles eran sus deberes. Aquellos discípulos eran hombres sujetos “a las mismas debilidades que nosotros.”18 Tenían que reñir la misma batalla con el pecado. Necesitaban la misma gracia para poder vivir una vida santa.

Aun Juan, el discípulo amado, el que más plenamente llegó a reflejar la imagen del Salvador, no poseía por naturaleza esa belleza de carácter. No sólo hacía valer sus derechos y ambicionaba honores, sino que era impetuoso y se resentía bajo las injurias. Sin embargo, cuando se le manifestó el carácter divino de Cristo, vió su propia deficiencia y este conocimiento le humilló. La fortaleza y la paciencia, el poder y la ternura, la majestad y la mansedumbre que vió en la vida diaria del Hijo de Dios, llenaron su alma de admiración y amor. De día en día su corazón era atraído hacia Cristo, hasta que en su amor por su Maestro perdió de vista su propio yo. Su genio rencoroso y ambicioso cedió al poder transformador de Cristo. La influencia regeneradora del Espíritu Santo renovó su corazón. El poder del amor de Cristo transformó su carácter. Tal es el seguro resultado de la unión con Jesús. Cuando Cristo mora en el corazón, la naturaleza entera se transforma. El Espíritu de Cristo y su amor enternecen el corazón, subyugan el alma y elevan los pensamientos y deseos a Dios y al cielo.

Cuando Cristo ascendió a los cielos, el sentido de su presencia permaneció con los que le seguían. Era una presencia personal, impregnada de amor y luz. Jesús, el Salvador que había andado, conversado y orado con ellos, que había dirigido a sus corazones palabras de esperanza y consuelo, había sido llevado de su lado al cielo mientras les comunicaba un mensaje de paz, y los acentos de su voz: “He aquí, yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo,”19 les llegaban todavía cuando una nube de ángeles le recibió. Había ascendido en forma humana, y ellos sabían que estaba delante del trono de Dios como Amigo y Salvador suyo, que sus simpatías no habían cambiado y que seguía identificado con la humanidad doliente. Estaba presentando delante de Dios los méritos de su sangre preciosa, estaba mostrándole sus manos y sus pies traspasados, para recordar el precio que había pagado por sus redimidos. Sabían que había ascendido al cielo para prepararles lugar y que volvería para llevarlos consigo.

Al congregarse después de la ascensión, estaban ansiosos de presentar sus peticiones al Padre en el nombre de Jesús. Con solemne reverencia se postraron en oración repitiendo la promesa: “Todo cuanto pidiereis al Padre en mi nombre, él os lo dará. Hasta ahora no habéis pedido nada en mi nombre: pedid, y recibiréis, para que vuestro gozo sea completo.”20 Extendieron cada vez más alto la mano de la fe presentando este poderoso argumento: “¡Cristo Jesús es el que murió; más aún, el que fué levantado de entre los muertos; el que está a la diestra de Dios; el que también intercede por nosotros!”21

El día de Pentecostés les trajo la presencia del Consolador, de quien Cristo había dicho: “Estará en vosotros.” Les había dicho además: “Os conviene que yo vaya; porque si no me fuere, el Consolador no vendrá a vosotros; mas si me fuere, os le enviaré.”22 Y desde aquel día, mediante el Espíritu, Cristo iba a morar continuamente en el corazón de sus hijos. Su unión con ellos sería más estrecha que cuando estaba personalmente con ellos. La luz, el amor y el poder de la presencia de Cristo resplandecían de tal manera por medio de ellos que los hombres, al mirarlos, “se maravillaban; y al fin los reconocían, que eran de los que habían estado con Jesús.”23

Todo lo que Cristo fué para sus primeros discípulos desea serlo para sus hijos hoy, pues en su última oración, que elevó estando junto al pequeño grupo reunido en derredor suyo, dijo: “No ruego solamente por éstos, sino por aquellos también que han de creer en mí por medio de la palabra de ellos.”24 Oró por nosotros y pidió que fuésemos uno con El, como El es uno con el Padre. ¡Cuán preciosa unión! El Salvador había dicho de sí mismo: “No puede el Hijo hacer nada de sí mismo;” “el Padre, morando en mí, hace las obras.”25 Si Cristo está en nuestro corazón, obrará en nosotros “el querer como el hacer, por su buena voluntad.”26 Obraremos como El obró; manifestaremos el mismo espíritu. Amándole y morando en El, creceremos “en todos respectos en el que es la cabeza, es decir en Cristo.”27

1 1 Pedro 2:2; Efesios 4:15.
2 Isaías 61:3.
3 Juan 3:3.
4 Marcos 4:28.
5 Oseas 14:5, 7.
6 Lucas 12:27.
7 Isaías 60:19; Salmos 84:11.
8 Oseas 14:5; Salmos 72:6.
9 Juan 6:33.
10 Juan 15:4, 5.
11 Salmos 16:8.
12 Colosenses 2:6; Hebreos 10:38.
13 Mateo 11:28.
14 Salmos 37:7; Isaías 30:15.
15 Mateo 11:29.
16 Gálatas 2:20.
17 2 Corintios 3:18.
18 Santiago 5:17.
19 Mateo 28:20 (V. Valera).
20 Juan 16:23, 24.
21 Romanos 8:34.
22 Juan 14:17; 16:7 (V. Hispanoamericana).
23 Hechos 4:13.
24 Juan 17:20.
25 Juan 5:19; 14:10.
26 Filipenses 2:13 (V. Valera).
27 Efesios 4:15.

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