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07 UN NUEVO HOGAR - La mayor esperanza


 UN NUEVO HOGAR

Todos necesitan un hogar, un refugio donde encontrar reposo y paz. Este hogar va mucho más allá de una construcción material que nos abrigue de la lluvia, del viento y del sol. Hace referencia al círculo más íntimo de las personas con las que convivimos, la calle y la ciudad en que habitamos, el país en que nacimos, la lengua materna, la cultura que modela nuestra visión del mundo. Todo esto contribuye a formar en nuestra memoria una idea de hogar. Dondequiera que vayas, un cordón umbilical invisible te mantendrá ligado a tus orígenes. Felices son los que tienen un hogar o pueden volver a él.

Sin una patria

Lamentablemente, no todos tienen un hogar. Millones de personas están en busca de un lugar para vivir. En los últimos años, el mundo quedó impactado por el mayor flujo de refugiados desde la Segunda Guerra Mundial. Los conflictos regionales, el terrorismo, las crisis económicas, el hambre, la opresión política y la discriminación racial han llevado a un número creciente de personas a buscar un lugar de refugio. Es el caso de los sirios, por ejemplo, que dejaron atrás todo lo que tenían para escapar de las balas y las bombas que impactaban sobre sus casas. Hombres, mujeres, niños y ancianos partieron a pie en una larga e inimaginada jornada hacia países vecinos o hacia Europa.

Sin salida, algunos se arriesgaron a huir por mar en embarcaciones precarias, convirtiéndose en víctimas de tragedias que conmovieron al mundo, como la muerte del pequeño Aylan Kurdi, de apenas tres años, en 2015. La escena del niño de camisa roja boca abajo en la playa turca es difícil de borrar de la memoria. Como él, su madre y su hermano tuvieron el mismo destino. Según la Agencia de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), 5,5 millones de personas dejaron Siria en los últimos años.1

Por mar, otros miles de refugiados africanos se arriesgan hacia Europa en busca de mejores condiciones de vida. La travesía en embarcaciones frágiles o incluso botes ha llevado a escenas dramáticas de naufragios, barcos a la deriva, hambre y pérdida de vidas. La Guardia Costera de países como España e Italia ha interceptado esos barcos y a menudo ha rescatado a los sobrevivientes.

Otros millones ni siquiera tienen una patria de la cual huir. Es el caso de los apátridas, que no son reconocidos como ciudadanos de ningún país. En esa condición, tienen extrema dificultad para ejercer sus derechos básicos, como acceso a la educación, a la salud y al empleo. La gente puede convertirse en apátrida por la caída de su país de origen. Otros quizá son expulsados y pierden la ciudadanía. En gran parte, son grupos étnicos, pueblos a los que no se los considera ciudadanos del país en que viven. Es el caso de los más de un millón de rohingyas que vivían en Myanmar. La mayor parte de esa población tuvo que huir para salvarse de un cuadro de represión, arrestos, tortura y ejecuciones sumarias, caracterizadas por la ONU como crímenes contra la humanidad.2

Hay un enorme flujo de inmigrantes que tienen un hogar y lo dejan en busca de mejores condiciones económicas y de trabajo, o incluso del éxito y la fama. Encantados con la realidad de los países desarrollados, expuesta en Internet más que nunca, las multitudes se lanzan a la suerte para ganar una nueva vida. En muchos casos, abogados, ingenieros y otros profesionales se arriesgan a trabajar como constructores, pintores y limpiadores de rieles bajo la nieve, con la esperanza de juntar dinero, ascender y triunfar. Muchos sueñan con la green card (permiso permanente para vivir en los Estados Unidos)
o incluso con conseguir una nueva nacionalidad y, con ella, acceso
irrestricto a los derechos del nuevo país.


En sus palabras de despedida, Jesús prometió vida en un lugar infinitamente mejor: “No se angustien. Confíen en Dios, y confíen también en mí. En el hogar de mi Padre hay muchas viviendas; si no fuera así, ya se lo habría dicho a ustedes. Voy a prepararles un lugar. Y, si me voy y se lo preparo, vendré para llevármelos conmigo. Así ustedes estarán donde yo esté” (S. Juan 14:1-3). En estas palabras encontramos todos los sentidos ligados a la idea de hogar: pertenencia, afecto, lazos, proximidad y amparo. Jesús vivió en este mundo para que un día pudiéramos vivir en el mundo de él, un lugar perfecto, sin violencia, enfermedades ni muerte; un ambiente de profunda paz, consuelo y plena realización. Él murió para que pudiéramos vivir y tuviéramos acceso ilimitado al más valioso título de ciudadanía del Universo.

La gran promesa

La segunda venida de Cristo, anunciada a lo largo de todas las Sagradas Escrituras, señala al mayor éxodo, la mayor migración de la historia humana. La promesa de Jesús fue preparar un hogar para los incontables millones de personas que creyeran en él a lo largo de la historia. Es una poderosa invitación a los miles de millones de habitantes de la Tierra en el presente. Como hemos visto en el capítulo anterior, es una invitación que se te extiende a ti, que estás leyendo este libro, a tus amigos, tus colegas y tus familiares. Puede parecer demasiado maravilloso para ser verdad, pero esa promesa resuena en la Biblia de tapa a tapa.

El pecado provoca una profunda separación entre nosotros y Dios, pero aun así él actuó a lo largo de la historia para estar cerca de nosotros. Para entender mejor este aspecto, necesitamos recordar que el Creador no tolera la maldad existente en el mundo. “Ciertamente, la ira de Dios viene revelándose desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los seres humanos, que con su maldad obstruyen la verdad” (Romanos 1:18). Si te rebelas contra algunas cosas que ves en los noticieros, ¡Dios, mucho más! Él no tolera la mentira, el robo, el adulterio, la violencia, la corrupción, los abusos y todas las formas de sufrimiento infligidos a las víctimas. Por ello, según la Biblia, el ser humano, en la condición de pecador, no puede contemplar la gloria de Dios, ni podía tocar ciertos objetos sagrados como el Arca del Pacto, pues quedaría fulminado de inmediato, tal como le ocurrió a un hombre (1 Crónicas 13:10). Moisés pidió contemplar el rostro de Dios, quien le respondió: “No podrás ver mi rostro, porque nadie puede verme y seguir con vida” (Éxodo 33:20).

Para resolver el problema, Dios le ordenó a Moisés: “Me harán un santuario, para que yo habite entre ustedes” (Éxodo 25:8). Los israelitas fueron llamados a construir, con las mejores artes en tejidos, madera y metales, una gran tienda de 6 metros de ancho y 18 de longitud, que era desmontable y acompañaría a los israelitas en sus 40 años de peregrinación por el desierto. Observa que esa medida permitía que Dios morara en medio de los israelitas sin que su presencia los consumiera. No negaba la santidad de Dios ni sancionaba los pecados humanos. El propósito era redentor. El Señor vivía entre su pueblo para salvarlo, perdonarlo y purificarlo. Por otro lado, había una serie de medidas que el pueblo debía tomar para acercarse a Dios –relacionadas con el sacrificio de animales–, según lo exigían las leyes bíblicas. Para cada situación se prescribía un cordero, una oveja, un carnero, un novillo, una paloma; en definitiva, se estipulaban varios animales y sacrificios para posibilitar la aproximación a Dios. Había un sistema de sacrificios y, por medio de ellos, los pecados del pueblo eran expiados; es decir, quitados de ellos y transferidos a las víctimas de los sacrificios. “De hecho, la ley exige que casi todo sea purificado con sangre, pues sin derramamiento de sangre no hay perdón” (Hebreos 9:22).

Todo ese sistema sacrificial servía para representar el verdadero sacrificio que ocurriría en el futuro: el del “Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo” (S. Juan 1:29). Fue con estas palabras que Juan el Bautista describió a Jesús cuando él pidió ser bautizado en el río Jordán. Jesús era el Cordero de Dios, el sacrificio definitivo por la redención de la humanidad. Era el Hijo de Dios; sin embargo, no sería dispensado como Isaac, el hijo de Abraham, quien aceptó que su propio padre lo sacrificara en el Monte Moria, en una prueba extrema (Génesis 22). En ese acto de confirmación de una alianza eterna de salvación, Abraham ocupó el lugar de Dios, e Isaac el lugar de Cristo, representando en contornos humanos el drama divino del Calvario.

En la Cruz, “Dios estaba reconciliando al mundo consigo mismo” (2 Corintios 5:19). Dios sufrió infinitamente al lado de Jesús, quien también es Dios (S. Juan 1:1). La Deidad (Padre, Hijo y Espíritu Santo) sufrió la agonía de la Cruz. Jesús sufrió corporalmente un dolor inimaginable, como Dios encarnado, pero también espiritual y emocionalmente. Aunque había sido perfecto en amor, Cristo cargó sobre sus hombros el insoportable peso de la maldad del mundo, de los pecados, de los crímenes y de las mentiras de toda la historia pasada y futura. Él se convirtió literalmente en una maldición y, por un momento, su lazo con el Padre se rompió. Jesús perdió el sentido de la presencia de Dios cerca de sí y gritó en su humanidad: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” (S. Mateo 27:46). “Cristo nos rescató de la maldición de la ley al hacerse maldición por nosotros” (Gálatas 3:13).

En la Primera Venida, el objetivo de Jesús fue reconciliar al mundo con Dios y reflejar en su vida el carácter del Padre. Él instruía a las personas de todas las clases y edades por medio de historias sencillas pero profundas, que revelaban la verdadera naturaleza de Dios. Como ser humano, predicó y reflejó plenamente la imagen de Dios, revelando que él es nuestro Padre celestial, que se interesa por nosotros y que ama profundamente a la humanidad. Es un Dios que nos ama inmensamente, al punto de realizar el mayor sacrificio posible para rescatarnos de la muerte y de la destrucción. Jesús fue el mayor maestro que haya transitado por este mundo. Cristo “es el resplandor de la gloria de Dios, la fiel imagen de lo que él es” (Hebreos 1:3). Felipe no había entendido esto, y le pidió a Jesús que le mostrara al Padre. A lo que Jesús respondió: “¡Pero, Felipe! ¿Tanto tiempo llevo ya entre ustedes, y todavía no me conoces? El que me ha visto a mí ha visto al Padre” (S. Juan 14:9).

Jesús es Dios como el Padre y oculta su divinidad en su humanidad. “En el principio ya existía el Verbo, y el Verbo estaba con Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba con Dios en el principio. Por medio de él todas las cosas fueron creadas; sin él, nada de lo creado llegó a existir. En él estaba la vida, y la vida era la luz de la humanidad” (S. Juan 1:1-4). Jesús es plenamente humano y divino, en una combinación misteriosa de las dos naturalezas.

Por eso, Juan, quien destaca en su Evangelio la divinidad de Jesús, afirma que “el Verbo se hizo hombre y habitó entre nosotros. Y hemos contemplado su gloria, la gloria que corresponde al Hijo unigénito del Padre” (S. Juan 1:14). Un detalle importante en este versículo es que el verbo griego traducido como “habitó” tiene el sentido de hacer una tienda, o tabernáculo. Traducido literalmente, el texto bíblico quedaría más o menos así: “el verbo se hizo carne y ha tabernaculizado (acampado) entre nosotros”. Jesús era la tienda humana de su divinidad, la imagen perfecta del carácter justo y amoroso de Dios. Era hombre, pero no dejaba de ser Dios. Si en el pasado se llegó a construir un gran Tabernáculo cubierto de tejidos de lana y de pieles de animales para que Dios habitara en medio de su pueblo, Cristo se hizo piel humana, carne y hueso, para traer a Dios todavía más cerca de nosotros. Por eso se lo llama Dios con nosotros (S. Mateo 1:23).

Como hombre, su resistencia fue probada en extremo, pero soportó hasta la muerte y venció; cumplió su misión para devolvernos el derecho de reencontrarnos con aquel de quien somos hijos, creados a su imagen y semejanza. “¡Todo ha terminado!” (S. Juan 19:30, NTV) fue su grito de victoria, consciente de que, al expirar, realizaba el sacrificio necesario para salvar el mundo que tanto amó.

De regreso al hogar

Jesús vino para llevar a la humanidad errante al verdadero hogar. Un cordón umbilical nos une al Creador. Una memoria antigua nos hace sentir su ausencia. Muchos no se sienten cómodos en este mundo, en el estado actual de las cosas. Dios “sembró la eternidad en el corazón humano” (Eclesiastés 3:11, NTV). Tenemos una voluntad natural de buscar algo superior. Necesitamos trascender, ir más allá de las cosas corrientes, traspasar barreras, mirar hacia el Infinito. Buscamos a un ser más grande que nosotros, incluso sin darnos cuenta. En los hallazgos arqueológicos más antiguos ya se identifican rituales de sepultura, pues los primeros seres humanos, así como los miles de millones que viven hoy en la era digital, esperaban algo mayor, algo más aparte de las luchas de esta vida, del destino final de una larga jornada, del descanso y de la recompensa por todo lo que pasamos aquí.

Tal vez no estés pensando en eso ahora. Es probable que te encuentres absorto en los exámenes del colegio, los trabajos de la facultad, el noviazgo, los compromisos laborales, el sueño de un negocio propio, el dinero, los proyectos, la familia, los hijos, los nietos y tantas cosas maravillosas que realmente valen la pena. Pero, si prestas atención, tarde o temprano notarás que no todo lo que el mundo puede ofrecer es capaz de darle sentido a tu vida. Con el tiempo, vamos agudizando nuestro sentido de mortalidad, cuando perdemos a nuestros seres queridos o cuando en nuestro propio cuerpo notamos señales de que no vamos a durar para siempre. Nuestra existencia pasa como una neblina (Santiago 4:14). Algunas décadas de existencia son muy poco para vivir y realizar todo lo que nos gustaría. Necesitamos más, mucho más.

Lo bueno es que la vida no termina aquí, si creemos en Jesús. Ya hemos aprendido que él volverá pronto y que está haciendo los preparativos finales para llevarnos de regreso al hogar. Considerando que Dios siempre quiso vivir con su pueblo mediante el Tabernáculo, y después Jesús se convirtió en un tabernáculo humano para vivir entre nosotros, muy pronto viviremos con Dios en su tabernáculo real, en su casa.


Esta promesa se hace con los tonos más tiernos y solemnes, en las palabras registradas por el apóstol Juan: “Oí una fuerte voz que salía del trono y decía: ‘¡Miren, el hogar de Dios ahora está entre su pueblo! Él vivirá con ellos, y ellos serán su pueblo. Dios mismo estará con ellos. Él les secará toda lágrima de los ojos, y no habrá más muerte ni tristeza ni llanto ni dolor. Todas esas cosas ya no existirán más’. Y el que estaba sentado en el trono dijo: ‘¡Miren, hago nuevas todas las cosas!’ Entonces me dijo: ‘Escribe esto, porque lo que te digo es verdadero y digno de confianza’ ” (Apocalipsis 21:3-5).

Estas palabras han alentado corazones a lo largo de los siglos. Revelan que el Dios creador del Universo, el Dador y Sustentador de la vida, enjugará las lágrimas de nuestros ojos. Muestra que habitaremos con él en su tabernáculo, o morada. Solo los más cercanos pueden compartir una misma tienda en un campamento, un espacio a la luz de la linterna, contando historias y riendo en medio de la noche. Es cosa de amigos íntimos, de familia. Igualmente, la imagen de alguien que enjuga las lágrimas nos hace pensar en una persona muy cercana, que tiene esa libertad. Solo alguien que nos conoce, nos ama y sabe lo que estamos pasando tiene la libertad de enjugar nuestras lágrimas. Este es el Dios bíblico: un Dios personal, que interactuó directamente con Abraham, Moisés, David, Jeremías, Daniel, Pedro, Pablo y Juan, así como interactúa con nosotros hoy, se interesa por nuestra vida personal y nos guía por el mejor camino, si se lo permitimos. En los planes de ese Dios personal, un día estaremos físicamente junto a él. Lo veremos cara a cara y lo adoraremos con alegría y gratitud sin fin.

Siglos antes, Job dijo: “Yo sé que mi redentor vive, y que al final triunfará sobre la muerte. Y, cuando mi piel haya sido destruida, todavía veré a Dios con mis propios ojos. Yo mismo espero verlo; espero ser yo quien lo vea, y no otro. ¡Este anhelo me consume las entrañas!” (Job 19:25-27). Así como otros hombres y mujeres de la Biblia, Job creía en la resurrección de los muertos. Tenía la certeza de que cuando su Redentor se levantara él sería resucitado con un cuerpo glorificado y vería a Dios personalmente.

Una nueva realidad

“Tal vez alguien pregunte: ‘¿Cómo resucitarán los muertos? ¿Con qué clase de cuerpo vendrán?’ ” (1 Corintios 15:35). Pablo hace referencia a esa pregunta, que era común en su tiempo y que aún no ha perdido relevancia. A esto responde, como ya vimos: “Les declaro, hermanos, que el cuerpo mortal no puede heredar el reino de Dios, ni lo corruptible puede heredar lo incorruptible. Fíjense bien en el misterio que les voy a revelar: No todos moriremos, pero todos seremos transformados, en un instante, en un abrir y cerrar de ojos, al toque final de la trompeta. Pues sonará la trompeta y los muertos resucitarán con un cuerpo incorruptible, y nosotros seremos transformados. Porque lo corruptible tiene que revestirse de lo incorruptible, y lo mortal, de inmortalidad” (1 Corintios 15:50-53).

En el regreso de Jesús, como ya vimos, aquellos que creen en él y estén vivos serán transformados y tendrán un nuevo cuerpo. Este cuerpo no sufrirá la corrupción de las enfermedades y el envejecimiento. Será un cuerpo nuevo, físico, pero no sujeto a la muerte. “El Señor mismo descenderá del cielo con voz de mando, con voz de arcángel y con trompeta de Dios, y los muertos en Cristo resucitarán primero. Luego los que estemos vivos, los que hayamos quedado, seremos arrebatados junto con ellos en las nubes para encontrarnos con el Señor en el aire. Y así estaremos con el Señor para siempre” (1 Tesalonicenses 4:16, 17).

En la última cena, Jesús prometió: “Les digo que no beberé de este fruto de la vid desde ahora en adelante, hasta el día en que beba con ustedes el vino nuevo en el reino de mi Padre” (S. Mateo 26:29). En el Reino de Dios habrá uvas, y otras frutas y jugos. Habrá una inmensaciudad con muros y estructuras bellísimas, relucientes, hechas de materiales finísimos e indescriptibles. “Después vi un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían dejado de existir, lo mismo que el mar. Vi además la ciudad santa, la nueva Jerusalén, que bajaba del cielo, procedente de Dios, preparada como una novia hermosamente vestida para su prometido” (Apocalipsis 21:1, 2).

Después del Juicio Final, que ocurrirá mil años después del regreso de Jesús, y que concluirá con la destrucción definitiva de todo el mal en el lago de fuego (Apocalipsis 20), Dios va a recrear la Tierra. Así como en el Génesis Dios “creó los cielos y la tierra” (Génesis 1:1), en el Apocalipsis, Juan ve “un cielo nuevo y una tierra nueva” (ver también Isaías 65:17; 66:22). En la Tierra, Dios establecerá su capital y transformará este planeta en la sede de gobierno del Universo. En él estará la Nueva Jerusalén, la ciudad santa descrita en el Apocalipsis. “ ‘Ven, que te voy a presentar a la novia, la esposa del Cordero’. Me llevó en el Espíritu a una montaña grande y elevada, y me mostró la ciudad santa, Jerusalén, que bajaba del cielo, procedente de Dios. Resplandecía con la gloria de Dios, y su brillo era como el de una piedra preciosa, semejante a una piedra de jaspe transparente. Tenía una muralla grande y alta, y doce puertas custodiadas por doce ángeles, en las que estaban escritos los nombres de las doce tribus de Israel. […] La muralla de la ciudad tenía doce cimientos, en los que estaban los nombres de los doce apóstoles del Cordero” (Apocalipsis 21:9-12, 14). La ciudad reúne, en un solo lugar, los pueblos del Antiguo Testamento y también del Nuevo Testamento, los salvos de todas las edades.

El texto bíblico describe la ciudad de una manera gráfica; expone la realidad concreta de la promesa divina. Sirve para reafirmar la confiabilidad de esta promesa. No se trata de espíritus desencarnados que caminan entre nubes y tocan arpas eternamente en una realidad sin gracia. ¡No! Revela una eternidad concreta, vivida en la Tierra, en este suelo que estás pisando ahora pero transformado, recreado mil años después de que los salvos hayan vivido con Cristo en el cielo y después del Juicio Final. No solo la humanidad será redimida, ¡sino también el propio planeta Tierra! Dios nunca desiste de un proyecto que comenzó.

Las palabras nos faltan para describir esta nueva realidad. ¿Has visto un tipo de oro como vidrio transparente? “Las doce puertas eran doce perlas, y cada puerta estaba hecha de una sola perla. La calle principal de la ciudad era de oro puro, como cristal transparente. No vi ningún templo en la ciudad, porque el Señor Dios Todopoderoso y el Cordero son su templo. La ciudad no necesita ni sol ni luna que la alumbren, porque la gloria de Dios la ilumina, y el Cordero es su lumbrera. Las naciones caminarán a la luz de la ciudad, y los reyes de la tierra le entregarán sus espléndidas riquezas. Sus puertas estarán abiertas todo el día, pues allí no habrá noche. Y llevarán a ella todas las riquezas y el honor de las naciones” (Apocalipsis 21:21-26).


La descripción prosigue presentando el río y el árbol de la vida en una realidad en la que no habrá más enfermedad ni muerte. Remite a la creación original de Dios, al árbol de la vida que permitía a los primeros seres humanos vivir para siempre. Con el pecado, ellos perdieron el acceso a ese árbol y se volvieron mortales (Génesis 2:9; 3:22). En la nueva realidad, la humanidad se vuelve inmortal por tener acceso al árbol de la vida otra vez. “Luego el ángel me mostró un río de agua de vida, claro como el cristal, que salía del trono de Dios y del Cordero, y corría por el centro de la calle principal de la ciudad. A cada lado del río estaba el árbol de la vida, que produce doce cosechas al año, una por mes; y las hojas del árbol son para la salud de las naciones. Ya no habrá maldición. El trono de Dios y del Cordero estará en la ciudad. Sus siervos lo adorarán; lo verán cara a cara, y llevarán su nombre en la frente. Ya no habrá noche; no necesitarán luz de lámpara ni de sol, porque el Señor Dios los alumbrará. Y reinarán por los siglos de los siglos” (Apocalipsis 22:1-5).

Con un nuevo cuerpo, no hay más fatiga. Tendremos energía y vigor inimaginables. Así como los paisajes áridos de la Tierra serán renovados, eso también ocurrirá con la familia humana. No habrá deficiencias, enfermedades degenerativas, cáncer, diabetes, afecciones cardíacas, sida, parálisis ni incapacidad. Todos serán igualmente sanos y vivirán con alegría: “Se abrirán entonces los ojos de los ciegos y se destaparán los oídos de los sordos; saltará el cojo como un ciervo, y gritará de alegría la lengua del mudo. Porque aguas brotarán en el desierto, y torrentes en el sequedal. La arena ardiente se convertirá en estanque, la tierra sedienta en manantiales burbujeantes” (Isaías 35:5-7).

Las promesas hechas al pueblo de Dios en la antigüedad se cumplirán en la Nueva Jerusalén. Los lamentos acabarán, el trabajo será revitalizante, habrá contentamiento, satisfacción y crecimiento sin fin. La propia naturaleza cambiará, y ya no existirá más muerte en la relación entre los animales. “Me regocijaré por Jerusalén y me alegraré en mi pueblo; no volverán a oírse en ella voces de llanto ni gritos de clamor [...]. Construirán casas y las habitarán; plantarán viñas y comerán de su fruto. Ya no construirán casas para que otros las habiten, ni plantarán viñas para que otros coman. Porque los días de mi pueblo serán como los de un árbol; mis escogidos disfrutarán de las obras de sus manos. No trabajarán en vano, ni tendrán hijos para la desgracia; tanto ellos como su descendencia serán simiente bendecida del Señor. Antes que me llamen, yo les responderé; todavía estarán hablando cuando ya los habré escuchado. El lobo y el cordero pacerán juntos; el león comerá paja como el buey” (Isaías 65:19, 21-25). ¡En la nueva Tierra no habrá más velorios, cementerios, hospitales, tránsito congestionado, deudas ni impuestos! Descubriremos el pleno sentido de la libertad.

Una vez más, las palabras son insuficientes para describir los tesoros de la nueva vida que Dios ha preparado. Si muchos sueñan con tener una green card para vivir en un país desarrollado, deberían soñar más aún con el derecho a vivir en un lugar donde el oro es tan abundante que no tiene valor y estará debajo de los pies. Las riquezas de los lugares más bellos y lujosos de este planeta parecerán insignificantes en comparación con la ciudad que tiene “la gloria de Dios” (Apocalipsis 21:11). Así es como una autora describe esa realidad:

“Allí las mentes inmortales reflexionarán con deleite inagotable en las maravillas del poder creador, en los misterios del amor redentor. Allí no habrá enemigo cruel y engañador para tentar a olvidarnos de Dios. Toda facultad será desarrollada, toda capacidad aumentada. La adquisición de conocimientos no cansará la mente ni agotará las energías. Podrán llevarse a cabo las mayores empresas, satisfacerse las aspiraciones más sublimes, realizarse las ambiciones más encumbradas; y sin embargo surgirán nuevas alturas que superar, nuevas maravillas que admirar, nuevas verdades que comprender, nuevos objetivos que agucen las facultades de la mente, el alma y el cuerpo.

“Todos los tesoros del Universo estarán a disposición para el estudio de los redimidos de Dios. Libres de las cadenas de la mortalidad, se lanzan en incansable vuelo hacia los mundos lejanos; mundos a los cuales el espectáculo de las miserias humanas causaba estremecimientos de dolor y donde entonaban cantos de alegría al tener noticia de un alma redimida. Con indescriptible dicha, los hijos de la Tierra participan del gozo y la sabiduría de los seres que no cayeron. Comparten los tesoros del conocimiento y el entendimiento adquiridos durante siglos y siglos en la contemplación de las obras de Dios. Con visión nítida consideran la gloria de la Creación: soles, y estrellas y sistemas que, en el orden a ellos asignado, circuyen el trono de la Deidad. En todas las cosas, desde las más pequeñas hasta las más grandes, está escrito el nombre del Creador, y en todas ellas se despliegan las riquezas de su poder.

“Y, a medida que transcurran los años de la eternidad, traerán consigo revelaciones más ricas y aún más gloriosas respecto de Dios y de Cristo. Así como el conocimiento es progresivo, así también el amor, la reverencia y la dicha irán en aumento. Cuanto más aprendan los hombres acerca de Dios, tanto más admirarán su carácter. [...] Del Ser que todo lo creó manan vida, luz y contentamiento por toda la extensión del espacio infinito. Desde el átomo más imperceptible hasta el mundo más grande, todas las cosas, animadas e inanimadas, declaran, en su belleza sin mácula y en gozo perfecto, que Dios es amor”.3

Este nuevo mundo, que tiene como capital la Nueva Jerusalén, será nuestra patria, así como la de los héroes de la fe del pasado. “Antes bien, anhelaban una patria mejor, es decir, la celestial. Por lo tanto, Dios no se avergonzó de ser llamado su Dios, y les preparó una ciudad” (Hebreos 11:16). “En cambio, nosotros somos ciudadanos del cielo, de donde anhelamos recibir al Salvador, el Señor Jesucristo. Él transformará nuestro cuerpo miserable para que sea como su cuerpo glorioso, mediante el poder con que somete a sí mismo todas las cosas” (Filipenses 3:20, 21).

Somos solo peregrinos en este mundo. “Pues aquí no tenemos una ciudad permanente, sino que buscamos la ciudad venidera” (Hebreos 13:14). Tenemos nuestro trabajo, ganamos nuestro pan, estudiamos, realizamos muchas actividades, pero todo eso es común y fugaz. Miramos con fe a la mayor esperanza, que es el regreso de Cristo a este mundo, para liberarnos de las ataduras que nos detienen y para llevarnos a una nueva vida en el lugar que él nos preparó. Esperamos una ciudad superior.

Después de revelar esas verdades maravillosas, llenas de fe, ánimo y esperanza, encontramos un fuerte llamado a tomar una decisión. ¿Será posible que, al descubrirlo todo, permanezcamos inmóviles? ¿Seguiremos en esta vida indiferentes a esas verdades y promesas divinas? Si él ya cumplió hasta aquí todo lo que prometió, si todas las profecías de la Biblia ya se cumplieron, ¿por qué estas últimas no se cumplirían? Si percibimos y experimentamos el milagro de la vida en el mundo actual, ¿por qué no pueden ocurrir nuevos milagros en el cielo y en la nueva Tierra?

Una invitación irresistible

No podemos permanecer indiferentes a estos mensajes. En Apocalipsis hay una advertencia y una invitación para cada uno de nosotros. Primero, se hace una advertencia que revela quién quedará afuera de la Nueva Jerusalén. Esta orientación no pretende convencernos por el miedo, pues ese sentimiento no lleva a nadie a amar a Dios. Este mensaje sirve para alertar e informar, de modo que nadie se quede sin saber lo que va a ocurrir. “Pero los cobardes, los incrédulos, los abominables, los asesinos, los que cometen inmoralidades sexuales, los que practican artes mágicas, los idólatras y todos los mentirosos recibirán como herencia el lago de fuego y azufre. Esta es la segunda muerte” (Apocalipsis 21:8). “Pero afuera se quedarán los perros, los que practican las artes mágicas, los que cometen inmoralidades sexuales, los asesinos, los idólatras y todos los que aman y practican la mentira” (Apocalipsis 22:15).

Estas palabras son fuertes, pero se nos dirigen como advertencia, con amor, en un llamado al corazón, mientras todavía hay tiempo para decidirse. Dentro de la Ciudad Santa habrá personas que cometieron los mismos pecados, pero en algún momento de su vida se arrepintieron; Jesús las perdonó, las salvó y abandonaron sus malos caminos. Si bien algunos pueden reírse de estas palabras de la Biblia, Dios te llama a que las enfrentes con seriedad, por amor a tu vida.

El libro de Apocalipsis termina con una invitación divina. Esta invitación la hacen el Espíritu y la novia (la iglesia). “El Espíritu y la novia dicen: ‘¡Ven!’; y el que escuche diga: ‘¡Ven!’ El que tenga sed, venga; y el que quiera, tome gratuitamente del agua de la vida” (Apocalipsis 22:17). Observa la expresión “el que quiera”. Es muy importante. Todas las promesas, el acceso a la vida eterna con Dios y a los tesoros del Universo, todo depende de tu decisión; tienes que querer. El que quiera irá. El que no quiera se quedará afuera, pues Dios no fuerza a nadie a nada, por más que sepa cuál es el mejor camino. Dios anhela tu salvación y trabaja por eso, pero te corresponde a ti decidir. ¡Decide estar junto a Cristo mientras haya tiempo!

Jesús asegura repetidamente que él viene sin demora. Un buen estudio bíblico te ayudará a entender esto mejor (pide uno a través del WhatsApp indicado al final de este capítulo). Es posible decir que hoy estamos en la fase final de la historia humana y más cerca que nunca del regreso de Jesús. Como vimos al comienzo de este libro, las señales apuntan a ese panorama.

Pedro ya adelantó que habría gente que se burlaría, pero advirtió que el regreso de Jesús va a tomar a mucha gente por sorpresa. “Ante todo, deben saber que en los últimos días vendrá gente burlona que, siguiendo sus malos deseos, se mofará: ‘¿Qué hubo de esa promesa de su venida? Nuestros padres murieron, y nada ha cambiado desde el principio de la creación’. [...] Pero no olviden, queridos hermanos, que para el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. El Señor no tarda en cumplir su promesa, según entienden algunos la tardanza. Más bien, él tiene paciencia con ustedes, porque no quiere que nadie perezca, sino que todos se arrepientan. Pero el día del Señor vendrá como un ladrón. En aquel día los cielos desaparecerán con un estruendo espantoso, los elementos serán destruidos por el fuego, y la tierra, con todo lo que hay en ella, será quemada” (2 S. Pedro 3:3, 4, 8-10). Jesús todavía no vino porque quiere darles una oportunidad a muchas personas; entre ellas, tú y nosotros, los autores de este libro.

“Dichoso el que cumple las palabras del mensaje profético de este libro. [...] ¡Miren que vengo pronto! Traigo conmigo mi recompensa, y le pagaré a cada uno según lo que haya hecho” (Apocalipsis 22:7, 12). Y el libro del Apocalipsis termina con otra repetición de ese aviso y un fuerte deseo por el regreso de Jesús: “ ‘Sí, vengo pronto’. Amén. ¡Ven, Señor Jesús!” (Apocalipsis 22:20). Reencontrarse con Jesús y vivir con Dios es nuestra mayor esperanza. Decide creer en Jesucristo hoy, seguirlo y prepararte para una nueva vida.

ACÉRCATE MÁS

Dios quiere darte la vida eterna en un lugar donde solo habrá justicia, amor, paz y felicidad para siempre. Imagina la eternidad sin dolor, remedios, depresión, maldad y ningún tipo de sufrimiento. No existirán el mal, el miedo ni la angustia. Imagínate conocer a los grandes personajes de la Biblia y cuán increíble será ver a nuestro Salvador Jesús cara a cara. ¡Será perfecto y maravilloso!

La vida eterna no será monótona. Vamos a reconocer a las personas con quienes convivimos y recordaremos cosas increíbles. Tendremos momentos especiales de conversación e intercambios de experiencias. ¡La eternidad será espectacular! Vale la pena prepararse para ella, que, por cierto, está muy cerca. Estoy seguro de que quieres vivir esa eternidad maravillosa. Hoy Dios te está llamando. Ven, abre el corazón, deja a Jesús entrar y busca la Iglesia Adventista del Séptimo Día más cercana a tu casa. Vamos a estudiar más la Biblia. Ya es hora de recomenzar, de nacer de nuevo y de entregar la vida totalmente a Dios.

Teniendo en cuenta lo que descubriste en este capítulo, marca las siguientes opciones:

• Creo que Jesús proveyó en la Cruz la reconciliación completa con Dios.
• Aprendí que, pronto, Jesús va a venir a buscarnos para estar eternamente con nosotros.
• Creo en la resurrección y en la vida eterna con Dios en el hogar que Cristo preparó.
• Creo que nada, ni siquiera la muerte, me puede separar del amor de Dios.
• Decido ahora entregar mi vida a Cristo y prepararme para vivir para siempre con él.


Referencias
1 ACNUR Brasil, “Refugiados”, disponible en: https://www.acnur.org/portugues/
quem-ajudamos/refugiados/, consultado el 10 de marzo de 2019.
2 Jonah Fisher, “Myanmar Muslim minority subject to horrific torture, UN
says”, 10 de marzo de 2017, disponible en: https://www.bbc.com/news/
world-39218105>, consultado el 10 de marzo de 2019.
3 Elena de White, El conflicto de los siglos (Buenos Aires, Argentina: Asociación
Casa Editora Sudamericana, 2015), pp. 736-738.

 

 



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