RESEÑA
Textos clave: Juan 18:38; 19:4-22; 20:19-31.
Jesús hablaba con seguridad y certeza acerca de su identidad como Mesías. A menudo aludía a esta como el cumplimiento de las profecías y pedía a los demás que dieran testimonio de su condición como tal en respuesta a las evidencias que él les ofrecía. ¿Por qué era tan importante para Jesús que dieran testimonio de su identidad? Quería salvar a tantos como fuera posible para su Reino eterno, y sabía que creer en él era la única manera de salvarse del pecado y sus consecuencias eternas, y de este mundo caído.
Jesús también apeló a muchos de sus testigos oculares para que expresaran sus convicciones sinceras sobre sus experiencias tangibles con él. El testimonio de María acerca del sacrificio de Jesús fue poderoso y significativo. Su corazón, al igual que el nuestro, estaba totalmente abierto ante los ojos de él pues Jesús conoce en profundidad a cada persona. Por eso conocía también el contencioso e intrigante corazón de Judas.
Jesús también leyó el corazón de Poncio Pilato, un gobernador romano pagano, que en cierto modo era más veraz que muchos de los acusadores de Jesús. Jesús también recibió el testimonio de un escéptico que tuvo que ver y tocar por sí mismo la evidencia de la resurrección de su Señor. Jesús fue paciente con Tomás y le mostró la clara evidencia de su cuerpo lleno de cicatrices. Esta semana también estudiaremos al testigo más poderoso del mesianismo del Salvador: el propio Jesús, quien da testimonio de su misión mesiánica a través de sus palabras de vida eterna y de sus poderosos actos.
Juan 8:56 da a entender que Abraham recibió una revelación acerca del futuro Mesías. Esta revelación divina de gloriosa esperanza debía servir como confirmación del plan divino de salvación universal. Al contemplar esta magnífica revelación, Abraham "se gozó". Por el contrario, los líderes judíos no necesitaron ninguna revelación para ver el día de Cristo, pues lo vieron a él y sus poderosas obras en persona. En lugar de alegrarse, como su padre Abraham, se enojaron y se dispusieron a matarlo.
Abraham recibió además una aplicación práctica de esa visión, que mostraba gráficamente el plan de la redención humana. El patriarca sirvió como tipo o representación de Dios Padre, mientras Isaac representó a Jesús, el Hijo único de Dios. La leña para el sacrificio fue llevada sobre la espalda de Isaac hasta el altar, del mismo modo que Cristo llevó la cruz de madera hasta el altar del Calvario. Tanto Isaac como Jesús estuvieron dispuestos ser sacrificados sin presentar ninguna objeción. Cuesta creer que un muchacho fornido como Isaac, en la flor de su juventud, fuera tan obediente, incluso hasta la muerte. La increíble fe de Abraham, a pesar de su dolorosa reticencia a sacrificar a su único hijo, el hijo de la promesa, tipificó la voluntad del Padre de permitir que Jesús muriera por la humanidad.
La principal diferencia entre Jesús e Isaac fue el sustituto que se proporcionó para este último. A diferencia de él, nada fue provisto para Jesús: el sacrificio de Cristo lo convirtió en nuestro Sustituto. Al derramar su sangre, Jesús dio su vida y su justicia, que nadie más poseía, para nuestra redención.
Al dirigir nuestra atención a la fiesta en casa de Simón el fariseo, debemos observar que Jesús es el invitado de honor junto con Lázaro, a quien acababa de resucitar. María, en cambio, no es una invitada de honor. Simón y María son un caso ideal para un estudio de contrastes. Jesús había limpiado a Simón de la lepra, pero Simón aún no había permitido que Jesús lo curara de la lepra de sus decisiones pecaminosas. Por el contrario, María se entregó plenamente, a Jesús y permitió que él la limpiara de la lepra de su pasado pecaminoso. En armonía con la costumbre judía, Simón se sintió obligado a honrar a Jesús por haberlo curado, y por eso lo invitó a comer. Pero María estaba completamente consagrada a Jesús y lo demostró al esparcir la fragancia de su amor por toda la casa. Durante el agasajo, ungió el cuerpo de Cristo, el Cordero de Dios que iba a ser inmolado como el sacrificio sustitutivo enviado para salvar a la humanidad pecadora.
Jesús salió en defensa de María cuando ella se convirtió en el centro de atención. Judas la atacó verbalmente por ungir a Jesús, ataque que fue apoyado por los discípulos. Jesús describió el acto de devoción de María como algo maravilloso, pues hizo lo que pudo por él. Por lo tanto, cuando hacemos nuestra parte por amor, Jesús acepta tal esfuerzo como nuestra mejor ofrenda, ya que conoce el funcionamiento interno de un corazón sincero. Cuando hacemos lo mejor por Jesús, él lo considera suficiente. Si es suficientemente bueno para Jesús, también debería serlo para nosotros.
El testimonio involuntario de Pilato (Juan 18:38; 19:4-22)
Resulta sorprendente e irónico que un gobernador pagano se pusiera, en cierto sentido, de parte de Jesús y proclamara su inocencia, mientras que el propio pueblo de Jesús, a quien había venido a salvar, lo rechazaba reclamando su muerte. Puesto que vivía y gobernaba en un mundo muy corrupto, Pilato deseaba conocer la verdad, pero dudaba de que existiera. Tales dudas son frecuentes, especialmente en la actualidad. La verdad se malinterpreta como mentira, como nada más que estratagemas de poder, y la luz se tilda de oscuridad utilizada para subyugar a los ignorantes. El engaño está cada vez más normalizado en nuestra sociedad. Y nosotros, al igual que Pilato, clamamos por conocer la verdad.
De allí que lo dicho por Jesús a Tomás sea tan cierto e indispensable para nuestro tiempo: "Yo soy el camino, la verdad y la vida" (Juan 14:6). En estos últimos días necesitamos andar con Jesús, quien es el Camino. Mientras caminamos con él, nos enseña la verdad por palabra y ejemplo, lo que conduce finalmente a la vida eterna. Es fácil desanimarse e incluso desilusionarse ante los acontecimientos que ocurren en nuestro mundo; por eso, debemos abrazar a Jesús, quien es siempre la Verdad y en quien no hay rastro de las tinieblas que se encuentran en esta vida. Él es constante, porque es el mismo ayer, hoy y siempre.
Un último pensamiento acerca de Pilato: él sabía en lo íntimo de su corazón que Jesús no solo era inocente; también estaba convencido de que era extraordinario en todos los sentidos. Pilato nunca había visto a nadie como él. Su esposa confirmó esta convicción compartiendo con él la verdad acerca de Jesús y advirtiéndole que no lo condenara. De hecho, el propio Pilato declaró inocente a Jesús, no una, sino tres veces.
Pero, como muchos, Pilato sucumbió a la presión de la turba. Vaciló en un momento de debilidad y violó así su conciencia. Trató de complacer tanto a Roma como a la multitud, pero terminó sin complacer a nadie. Despojado de todos sus honores y exiliado a la Galia, lo que hoy es Francia, la pesada depresión lo abrumó, y se quitó la vida.
El testimonio de Tomás (Juan 20:19-31)
El caso de Tomás es toda una lección de fe y confianza. Al igual que Pilato, Tomás luchaba contra la duda a pesar de la abundante evidencia disponible. Pero Jesús estaba dispuesto a apaciguar sus temores y recelos. El Salvador fue amable con Tomás, invitándolo a tocar sus cicatrices. Jesús también quiere que "vengamos y veamos", que lo experimentemos personalmente. Parece que está dispuesto a hacer todo lo necesario para ayudarnos a creer. Él sale a nuestro encuentro allí donde estamos: en nuestra desesperación, desánimo o duda.
Juan trata a menudo el tema de la duda en sus escritos. Cuando redactó su Evangelio, tenía ante sí a cristianos desalentados y desafiados por las herejías gnósticas acerca de la realidad de Cristo. En la época de Juan, como en la nuestra, algunos decidían no creer porque no disponían de todas las evidencias que deseaban, ya fueran científicas o filosóficas.
Muchos se centran hoy en cada duda u objeción planteada contra el mesianismo de Cristo. En consecuencia, rechazan la cuantiosa evidencia existente en favor de la realidad y la misión de Cristo. Estos escépticos insisten en que se llene hasta el borde la copa de la evidencia antes de que decidan creer. Pero, en este mundo caído, siempre hay lugar para la duda. Estamos rodeados de evidencias: la asombrosa Creación de Dios, la vida misma, la providencia divina, nuestra conciencia y la medida de fe con la que nacemos. Con ese tipo de evidencias, la cuestión no es "ver para creer", sino creer para ver.
Tal experiencia es exactamente por lo que Elíseo oró cuando suplicó al Señor que ayudara a su dubitativo siervo a ver, según se registra en 2 Reyes 6:17: "Te ruego, Señor, que abras sus ojos para que vea". La Biblia registra lo que sucedió en respuesta a la oración de Eliseo: "Entonces el Señor abrió los ojos del criado, y vio el monte lleno de gente de a caballo y de carros de fuego alrededor de Eliseo". En conclusión, ver de verdad es creer en una realidad mayor que está más allá de nuestras circunstancias inmediatas.
Jesús es, en efecto, el mayor testigo de su propia divinidad y de su misión divina. Él se esforzó repetida e incansablemente por abrir los ojos y los corazones de las clases intelectuales y ricas. El Salvador deseaba vivamente que quienes dudaban consideraran las evidentes pruebas acerca de sí mismo. Anhelaba ardientemente que creyeran y se salvaran, aunque a menudo era en vano. ¡Cuántas veces deseamos ver y oír a Jesús en persona! Pero, si hubiéramos vivido durante su ministerio terrenal y presenciado todas las evidencias que ofreció, ¿habríamos creído?
Ahora tenemos la ventaja de las numerosas profecías cumplidas, que podemos estudiar para aprender acerca de sus poderosas obras y palabras dadoras de vida. Hay vida inherente en sus palabras registradas, pues ellas son congruentes con su Persona. Así como testificó Pedro, Jesús posee palabras de vida eterna. Él mismo dio testimonio de que sus palabras dan vida.
Pensemos en el peso de los innumerables testimonios de las vidas transformadas como resultado de un encuentro personal con Cristo. El poder de Cristo para convertir el corazón humano endurecido y desesperanzado está en plena exhibición para que reflexionemos y nos llenemos de asombro. Considera cómo Cristo se hace realidad dentro de nosotros como la esperanza de gloria por medio del Espíritu Santo. A veces tenemos la tendencia a creer lo que no deberíamos creer. La gente no siempre quiere decir lo que dice ni dice lo que quiere decir. En cambio, la Fuente de la Verdad, Jesús, es todo lo contrario. Él siempre dice lo que quiere decir y quiere decir lo que dice. Podemos confiar plenamente en lo que dice y en lo que quiere decir.
Reflexiona acerca de las siguientes preguntas y respóndelas:
1. Los fariseos tuvieron el privilegio de ver por sí mismos lo que Jesús decía y hacía, pero se resistieron a creer en aquel que era el Don inestimable de Dios venido del Cielo. Tomás dudó, como algunos de los fariseos, pero finalmente creyó. Compara y contrasta las actitudes de Tomás y de los fariseos respecto de Jesús. ¿Cuál era la diferencia esencial entre ambas?
2. Cristo no oró solamente por sus propios discípulos -como se registra en Juan 17:9-, también oró por todas las generaciones futuras que habrían de creer en el testimonio de los discípulos, como se ve en el versículo 20: "No ruego solamente por ellos, sino también por los que han de creer en mí por la palabra de ellos". ¿No implica esta afirmación que nos hemos convertido en creyentes en Cristo gracias a sus oraciones por nosotros y por los demás? ¿Qué te dice esta realidad acerca de su asombroso amor, cuidado y poder divinos?
3. Piensa en las dudas y lealtades divididas de Pilato. ¿Cuáles son algunas de las consecuencias adversas de un liderazgo tan defectuoso? ¿De qué manera produce confusión y consternación el hecho de tratar de complacer a todos en un intento de acomodarse a sus diversos puntos de vista?
4. Nuestra vida esparce una "fragancia" o influencia sobre quienes nos rodean a medida que interactuamos con ellos en nuestras diferentes esferas. No podemos emitir la dulce fragancia de Jesús a menos que seamos "perfumados" por él. Al reflexionar sobre nuestra vida diaria, ¿qué efecto tiene sobre los demás la atmósfera que nos rodea? ¿Los atrae hacia Cristo o los aparta de él?
Comentarios
Publicar un comentario